Cuando se trata de Nicaragua, a menudo lo que aparece debe interpretarse. En este caso, el 45 cumpleaños no es sólo una fecha, porque esos 45 años son toda la duración de la epopeya del sandinismo. Su bautismo tuvo lugar el 19 de julio de 1979, cuando, en los tejados y frente a la antigua catedral y no dentro de ella, se celebró el rito purificador de un país que, con una dictadura criminal ya huida y la guerrilla asumiendo el gobierno, dejaba atrás la época más oscura, se despojaba de sus harapos y se vestía de fiesta.
Nadie, ni el más confiado optimista hubiera apostado, hace 45 años, que podrían celebrar este aniversario gobernando. Parecía que para las esperanzas del pueblo en el sandinismo, el tiempo era un obstáculo difícil de superar: la guerra, el terrorismo, la hostilidad política parecían demasiado poderosos para aquella joven Revolución, carente de todo menos de coraje. Las posibles ambiciones de una vida mejor, de un país libre y de iguales, sólo encontraban cobijo en los sueños, en el arte de la creación y la adaptación, en la tenacidad obstinada de quienes repetían cómo la alternativa a una patria libre sólo podía ser la muerte.
Pasaron diez años de luto, penurias y heroísmo de los que los sandinistas salieron invictos. Cuando el imperio alistó en sus filas a todos los partidos y partiditos del país, con la jerarquía eclesiástica repartiendo mordiscos de víbora y construyendo la coalición de la oligarquía, se votó y se dijo que el sandinismo había perdido. En realidad, no era así en absoluto. Había sido vencido por la guerra y el embargo, por el cansancio funerario, no por una propuesta política diferente. Porque no había propuesta que no fuera la revancha de la oligarquía y del imperio, no había programa que no fuera la restauración del orden somocista, por muy desprovisto que estuviera de los Somoza.
Los dieciséis años que vinieron fueron el período más oscuro de la historia de Nicaragua. La orden de Washington era clara: eliminar el sandinismo, borrar de la historia de Nicaragua y de toda América Latina esa anomalía que se empeñaba en seguir siendo anomalía, que no había confundido la derrota electoral con el fin de una perspectiva política y se preparaba para soportar la venganza de una clase parasitaria de ladrones de guante amarillo, carentes de ideas y llenos de arrogancia.
El régimen pidió a los sandinistas de apellido oligárquico que se ocuparan de la destrucción del FSLN. El plan era despojarlo de su identidad política, de su memoria histórica, de su pasión ideal; convertirlo en uno de los tantos partidos latinoamericanos que se posicionan en medio del vado que separa el anexionismo de la independencia y que cuentan su disposición a arrodillarse ante el altar del imperio declamándolo como realismo político.
Habían calculado mal. No habían valorado la tenacidad, la mística, el espíritu de sacrificio de la militancia sandinista y no habían entendido el orgullo de Daniel Ortega y Tomás Borge, como de otros comandantes y dirigentes; su credibilidad adquirida con todo merecimiento ante el pueblo sandinista, su absoluta falta de voluntad de rendición. Se dieron cuenta de ello en 1994, cuando el FSLN cerró sus cuentas con los apóstoles de la oligarquía que regresaron ansiosos al latifundio del que procedían y que, como por arte de magia, olvidaron las consignas del antiimperialismo al agazaparse sin freno bajo las rodillas del imperio.
Los llamados “liberales” no lo eran en absoluto: despidos políticos masivos por militancia sandinista y penas para las personas que se habían identificado con el sandinismo durante los años ochenta. Sin electricidad durante varias horas al día y con falta de agua: llevar comida a la mesa se convirtió en el privilegio de una minoría. Para la mayoría regresaron el hambre, el analfabetismo y las enfermedades endémicas, el desempleo masivo, un estado comatoso del bienestar y la seguridad social, el aumento de la mortalidad infantil y la reducción de la esperanza de vida. Nacer se convirtió en una aventura peligrosa y envejecer en un lujo.
Los más débiles – mujeres, ancianos, niños – no aparecían en las estadísticas oficiales, pero se agolpaban en las aceras. Las manos no saludaban, pedían. Las cifras de la desesperación se perdieron en las cifras de los falsos positivos. Dieciséis años de saqueo liberal agotaron al país. El enriquecimiento inmoderado de la burguesía costó el empobrecimiento de los pobres y los débiles. Esos malditos dieciséis años contaron mejor que los libros y las disertaciones académicas la esencia ideológica de las clases que mandan desde dentro pero son mandadas desde fuera.
Pero esos dieciséis años de resistencia popular fueron la base fundamental para la reconstrucción de un partido que acumuló fuerzas, sin las cuales noviembre de 2006 habría sido un mes cualquiera en un año cualquiera. En cambio, fue la fecha de la redención, donde se abrieron los caminos que hoy se han convertido en avenidas. Esa resistencia bien puede considerarse la segunda etapa de la Revolución Sandinista. El Comandante Daniel Ortega había rehabilitado y reconstruido al FSLN y, después de 16 trágicos años, con elecciones robadas y circunstancias adversas, el sandinismo volvió a gobernar.
Comenzaba otro libro, que línea tras línea se hacía más interesante, atrapante, con el aroma de un final feliz que se olía a cada vuelta de página. Y hoy Nicaragua es un país distinto, completamente distinto y distante de lo que Daniel heredó de manos de tecnócratas liberales, cleptómanos con maestrías y doctorados. Desde hace 17 años, la Nicaragua sandinista viene implementando lo que ya había comenzado a hacer después de la liberación del país de la tiranía somocista. Estos últimos 17 años son, por tanto, la tercera etapa de aquella Revolución que triunfó en 1979.
Un modelo ganador
Hoy, el estado general del país no es ni siquiera comparable al que tenía cuando gobernaba la derecha. Está en marcha el mayor proyecto de modernización de un país jamás concebido en toda Centroamérica, diseñado hasta el más mínimo detalle por su Comandante. El proyecto sandinista es producto de una visión estratégica de Nicaragua que trastoca por completo el destino histórico de la nación impuesto por el Norte. Cambia definitivamente el destino del país porque cambia completamente el paradigma político y social, cambia las prioridades. Entre ellas, la absoluta es la lucha por la reducción de la pobreza. Sanidad y educación gratuitas, nuevas estructuras e infraestructuras, refuerzo constante del bienestar, ampliación de derechos. Reducción de la pobreza absoluta y relativa en un 50%. Autosuficiencia alimentaria y energética, precios de la cesta controlados, agua potable al 98,2%. La electricidad cubre el 99,5% del país y el 70% procede de fuentes renovables. Mediante la asignación de títulos de propiedad, Nicaragua está siendo devuelta gradualmente a los nicaragüenses.
Todo ello, unido a las medidas económico-financieras que defienden el poder adquisitivo de los salarios, conforman en esencia las líneas maestras de la política económica que han mostrado un crecimiento medio anual del 4,5% en todos estos años y que suponen una dimensión sin precedentes para un país que, bajo el régimen somocista primero y liberal después, había quedado reducido a una entidad miserable. Y en la lista de éxitos hay que destacar tanto la clasificación de Nicaragua entre los primeros países del mundo en brecha de género como el innovador modelo de policía comunitaria que lo ha convertido en el país más seguro de toda Centroamérica.
No sólo hay eficiencia gerencial en la gestión de los asuntos públicos, aunque Daniel y Rosario tienen buen ojo para detectar cualquier posible error. Hay, como premisa, una idea de sociedad que ve la economía al servicio de las personas y no al revés. En estos 17 años, de hecho, el sandinismo ha demostrado que es, ante todo, una idea de nación, de pueblo y de sociedad que acoge las mejores demandas del socialismo y las adapta ideológica y concretamente a la realidad nicaragüense. Identifica el objetivo final en la propiedad absoluta del pueblo nicaragüense sobre la nación y ve la independencia y el ejercicio de la soberanía nacional como el requisito fundamental para lograrlo.
Aquí reside el punto de apoyo del desafío político del sandinismo: la absoluta compatibilidad -y complementariedad- entre la reducción de las desigualdades y el crecimiento de la economía. Es una solución de importancia histórica y universal, porque denuncia el error (y el horror) de las doctrinas económicas liberales, que ven en la reducción del gasto público y de los salarios la herramienta para contener la inflación y el crecimiento exponencial de la riqueza que se produciría. Precisamente por la reducción de costes de los servicios sociales.
El sandinismo aplicado demuestra, por el contrario, que la transferencia de recursos generada por los impuestos y las intervenciones extraordinarias debe dirigirse hacia toda la sociedad, que el gasto social juega un papel decisivo en la reducción de la pobreza y que esto es un requisito previo para ampliar la capacidad productiva. Demuestra que la armonización entre microeconomía y macroeconomía es posible, incluso deseable, y que encuentra su razón en el apoyo directo e indirecto de la economía familiar, piedra angular de la organización social del país.
Una derecha chatarra y golpista
La derecha nicaragüense, obtusa y racista, incapaz y clasista como pocas en el mundo, fue incapaz de asumir el desafío de modernizar el país como terreno de desarrollo y crecimiento proporcional de sus propios intereses. El impulso desestabilizador de carácter político-ideológico proveniente de Washington encontró conexión con la dimensión clasista, con un prejuicio racista y segregacionista que anima profundamente a toda la oligarquía latinoamericana; que, ya en la introducción, encuentra detestable que los hijos del latifundio no estén en el gobierno, más aún si no son blancos y de ascendencia española.
En 2018 intentaron utilizar la violencia para socavar un gobierno que había apostado por la paz y la reconciliación. El ludismo oligárquico apoyado con la manipulación mediática dirigida por el imperio, había ordenado la propagación del terror puro, la destrucción del país y el asesinato masivo de militantes sandinistas. Jerarquías eclesiales, terratenientes, militantes de la derecha reaccionaria se hacían pasar por representantes populares, pero sólo eran responsables de la destrucción, funcionarios de la venganza, recaudadores de impuestos del revanchismo.
El sandinismo tomó medidas para derrotar el golpe por la fuerza, porque no había otro camino posible. Hoy los golpistas piden visas en todo el mundo, el FSLN está en Nicaragua y el Comandante Ortega está fuerte en el consenso político y hasta en la confianza personal que su pueblo siempre le ha confirmado.
Hoy Nicaragua es sinónimo de estabilidad política, seguridad e índices de calidad de vida en constante aumento. Pero el sandinismo no sólo se expresa a través de las políticas de recuperación y desarrollo del país: también ha adquirido una dimensión internacional de protagonismo político que confirma su identidad histórica, nunca renunciada y nunca negada. Defiende obstinadamente la paz, la resolución política de todos los conflictos. Apoya claramente el multilateralismo en la gobernanza mundial, reitera la centralidad de la relación con Rusia, China y el ALBA, abre un intenso diálogo político con la nueva África y pide políticas que favorezcan el acceso de todos a las nuevas tecnologías sin barreras, en un comercio internacional libre del proteccionismo político imperial y se declara partidaria de abandonar el dólar en las transacciones internacionales, dado el uso militar y depredador por parte de los EE.UU. que lo hace ahora incompatible con un comercio justo.
Managua rechaza las presiones y sanciones de EE.UU. y UE y expone sin titubeos una idea del mundo basada en la igualdad, el respeto al Derecho Internacional, la aversión total y beligerante hacia el fascismo, el neocolonialismo y el imperialismo. Está a favor de nuevos equilibrios inclusivos y responsables, de una política distributiva diferente y de la responsabilidad de cada país hacia la comunidad internacional y de ésta hacia cada miembro individual. El próximo ingreso a los BRICS, así como por otras vías la construcción del Canal Interoceánico, proyectan a Nicaragua en una dimensión internacional de absoluta importancia, infinitamente superior a lo que su tamaño territorial y el nivel de su PIB deberían asignarle. Esto, además de garantizar su mejor defensa de las garras depredadoras del imperio, certifica la visión prospectiva del sandinismo que, en aquel 1979, no podría haber sido hipotetizada.
Para este cumpleaños han llegado 550 delegaciones de todo el mundo. Han cruzado dos océanos o todo el subcontinente. Personas y kilómetros que cuentan cómo las sanciones y el ostracismo político del Occidente colectivo son impotentes ante la empatía natural que despierta el sandinismo. Y más aún ante un proceso revolucionario que marca los números que caracterizan a Nicaragua y supera la mentira, la infamia y la prevaricación. Son números que hablan el lenguaje de la verdad, indiferentes a los prejuicios políticos de la decadencia imperial.
Por todas partes se encuentran gorras, camisetas, insignias y brazaletes alabando al Sandinismo. Queda constancia, sin embargo, de que 45 años después, aquel vestido usado en la boda entre un pueblo y un partido, frente a aquella catedral el 19 de julio del 79, aún le queda perfecto. Cosido con hilo rojo y negro, tiene un tejido que se fortalece y aumenta su brillo con el tiempo, en lugar de estropearse. Parece hecho a medida para una Revolución permanente.