CIEN AÑOS DE SOLEDAD Y MOI
Por Hildebrando Pérez Grande (PERÚ)
Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánimo, dijo Melquíades con cierto aroma de gitanería. Para aquel joven que fui en los meses de mayo y junio, del 67′, en Buenos Aires, escuchar estas frases felices era como un segundo aire en medio de una agonía difícil de sobrellevar, sobre todo por las ansias de verle la cara al sol. En verdad, era un bálsamo milagroso para quien, en soledad, hacía cien años o un poco más estaba esperando el contacto que no aparece, la clave que ya se le olvida de tanto manosearla, la palabra mágica que lo llevaría a entroparse con una historia puesta en marcha de manera casi invisible. Hasta entonces, para darse ánimos, repetía una frase que sonaba a talismán: En silencio ha tenido que ser. En algún lugar había oído esa frase martiana que hasta ahora levantaba su ya leve esperanza.
El contacto, la clave, la palabra mágica nunca llegó. La fortuna no tocó la puerta del viejo hotel donde masticaba los días con cierta rabia contenida, esperando el llamado de los viejos apus andinos, mejor dicho: el mensaje del Chino Juan Pablo. Ocultando su desazón, de rato en rato se atrevía a caminar debidamente camuflado como un turista infatigable, por las sensuales calles de la gran ciudad. Y fue así cómo aquel joven combatiente que fui, cierta mañana prodigiosa adquirió, en una de sus caminatas solitarias, una novela en cuya carátula llamativa ardían tres flores amarillas y más adentro de la imagen, como buscando su destino incierto, aparecía flotando un galeón de aspecto fantasmal, en medio de un bosque de hielo insospechado.
Entre las cosas que aún guardo con aprecio insobornable está la primera edición de Cien años de soledad. de Gabriel García Márquez. En el colofón se puede leer: Se terminó de imprimir el día treinta de mayo del año mil novecientos sesenta y siete en los Talleres Gráficos de la Compañía Impresora Argentina, s.a.Calle Alsina No.2049 -Buenos Aires. Debo confesar que desde entonces vuelvo una y otra vez a esta obra ya clásica cada vez que estoy solo, es decir, siempre. Melancolía que le dicen.
Las veces que me demandan comentar la novela, insisto en rescatar el placer de su lectura, el gozo pleno de su orgía verbal, el buen uso del humor amable, así como también no dejo de ponderar el universo simbólico que brota de un discurso que desafía en todo momento a nuestra imaginación, y alabo su estructura cíclica, la fusión entre la realidad y la fantasía, el tono preciso que nos lleva al asombro, el ritmo envolvente de sus historias que nos deslumbran y conmueven y nos recuerda que en nuestra América lo fantástico es pan de todos los días y que el delirio y la razón apenas son mariposas amarillas que relampaguean en nuestra cotidianidad. Qué duda cabe: la realidad entre nosotros es fascinante y sublevante a la vez.
Cuando algún amigo me visita en casa, si es de confianza le muestro el fulgor de mis cicatrices. Y con orgullo inocultable pongo ante él la primera edición de Cien años…como aquel gitano que le mostró, cierta tarde calcinante, el hielo que brillaba en el centro de la carpa y que José Arcadio Buendía creyó que era el diamante más grande del mundo y saliendo de su estupor deseaba tocarlo, como el héroe macondiano, yo salgo al paso de mi amigo y con el libro sagrado en mis manos le digo solemnemente: Cinco reales más para tocarlo. Y nuestras risas son el signo de la complicidad que siempre despierta este maravilloso regalo de los dioses de nuestra América.