Las poblaciones originarias, las más perjudicadas por el abandono
Por GLORIA HELFER PALACIOS
La consigna “Internet Universal” o “Internet para todos” se escucha cada vez más. De rumor va pasando a clamor. Como el de los alumnos de Cangalli en Puno, que junto a su profesor y familiares reclaman y levantan carteles donde se lee “Quiero estudiar y no hay Internet”.
Lo que antes provocaba desconfianza – pues se pensaba que con ello se quería reemplazar al maestro – luego de conocerlo mejor, se vuelve motivo de deseo. Y es que la obligada educación remota que trajo la pandemia hizo que miles de maestros, alumnos y familias aceleradamente conocieran este nuevo medio para el aprendizaje y su potencial para comunicar e igualar.
Por eso decimos “No más familias y docentes entumecidas por el frío en las punas pidiendo al cielo unos minutos de conexión para poder estudiar” pero también reconocemos en ese mismo acto “una muestra dolorosa del inmenso valor que tiene la educación para quienes no quieren quedarse atrás y saben que la educación puede ser el medio para salir de la pobreza” (cita de Madeleine Zúñiga en reciente post).
Cuando observamos a los alumnos caminando dos horas y más hasta el cerro más cercano para capturar la señal que no tienen en su pueblo, veo la discriminación que reina en nuestro país y me indigna. No puedo evitar compararlos con los estudiantes que no perdieron ni un día de clases y que siguen sus cursos desde plataformas muy bien diseñadas desde sus hogares y a los que no les falta el Internet.
Eso mismo lo queremos para todos. Hoy día la pandemia le puso reflectores a esas desigualdades, se vieron los hogares en su miseria, los servicios de salud con su precariedad mortal y las migajas de educación que millones de estudiantes reciben. Es necesario hacer que esto cambie y muy radicalmente, pero ¿de dónde sacar nuestras fuerzas para hacerlo?
Además de la injusticia y discriminación, veo en esas marchas y plantones que reúnen a toda la comunidad educativa la misma energía y fuerza que movió a los pobladores del campo y las ciudades recién conquistadas para lograr educarse y educar a sus hijos, porque en su imaginario y convicción, la educación iguala, y tienen razón.
Veo en ellos la misma fuerza que encontramos en las cansadas pero atentas mujeres habitantes de la recién poblada Comas de los años sesenta cuando, con otros estudiantes, íbamos a las campañas de alfabetización; la misma energía que casi podíamos tocar en Villa el Salvador de los años 70, donde, antes del agua y la luz, los pobladores tuvieron escuelas, y donde, cada día, se levantaban a desenterrar sus plantitas que la arena había cubierto, hasta que vencieron el desierto; la misma e inagotable vitalidad y tenacidad de los campesinos ayacuchanos por educar a sus hijos porque querían dejarles “la mejor herencia”; o la alegría y fuerza de aquellas mujeres que, huyendo del terrorismo, se instalaron en San Juan de Lurigancho y que, cuando terminaron sus cursos y ya sabían leer, decían: “Nos han puesto ojos, antes no veíamos, ahora podemos ver”.
A ellas y ellos nada les fue regalado. Las tierras, la escuela pública, la gratuidad, todas fueron luchas y conquistas fruto de esa energía que les hacía arrancar día a día a los gobernantes lo que tenían por derecho.
Veamos grande, veamos lejos, estos son tiempos definitorios, necesitamos juntar nuestras fuerzas para levantar propuestas, difundir, comunicar, denunciar, incidir en las decisiones políticas y acompañar las nuevas luchas, cada uno de nosotros poniendo lo que tiene, lo que mejor sabe o puede hacer.
Pero sobre todo, necesitamos estar juntos para construir colectivamente pieza a pieza, el “imaginario posible” de esa sociedad justa, donde los niños no tengan que subir al cerro para conquistar una señal que los acerque a sus derechos.