CHRIS HEDGES, PERIODISTA ESTADOUNIDENSE GALARDONADO
La maquinaria militar comete fiascos en el extranjero. En casa, al desviar fondos y recursos hacia una guerra interminable, destripa y empobrece a la nación
La percepción pública del imperio estadounidense, al menos para aquellos dentro de Estados Unidos que nunca han visto al imperio dominar y explotar a los “condenados de la tierra”, es radicalmente diferente de la realidad.
Estas ilusiones fabricadas, sobre las que Joseph Conrad escribió de manera tan profética, postulan que el imperio es una fuerza para el bien. Se nos dice que el imperio fomenta la democracia y la libertad. Difunde los beneficios de la “civilización occidental”.
Se trata de engaños repetidos hasta la saciedad por unos medios de comunicación complacientes y difundidos por políticos, académicos y los poderosos. Pero son mentiras, como lo entendemos todos los que llevamos años informando en el extranjero.
Matt Kennard en su libro La raqueta — corresponsal en Haití, Bolivia, Turquía, Palestina, Egipto, Túnez, México, Colombia y muchos otros países— levanta el velo. Expone la maquinaria oculta del imperio. Detalla su brutalidad, mendacidad, crueldad y sus peligrosos autoengaños.
En la última etapa del imperio, la imagen vendida a un público crédulo comienza a fascinar a los mandarines del imperio. Toman decisiones basadas no en la realidad, sino en sus visiones distorsionadas de la realidad, teñidas por su propia propaganda.
Matt se refiere a esto como «el escándalo». Cegados por la arrogancia y el poder, llegan a creer en sus engaños, impulsando al imperio hacia el suicidio colectivo. Se amparan a una fantasía donde los hechos duros y desagradables ya no interfieren.
Reemplazan la diplomacia, el multilateralismo y la política con amenazas unilaterales y con instrumento contundente:la guerra. Se convierten en los ciegos arquitectos de su propia destrucción.
Matt Kennard escribe:
“Un par de años después de mi iniciación en The Financial Times, algunas cosas empezaron a aclararse. Llegué a darme cuenta de una diferencia entre yo y el resto de la gente que formaba parte de los actores de la diplomacia: los trabajadores de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), los economistas del Fondo Monetario Internacional (FMI), etcétera”.
“Mientras empezaba a comprender cómo funcionaba realmente este “negocio”, comencé a verlos como incautos voluntariosos. No había duda de que parecían creer en la virtud de la misión; absorbieron todas las teorías que pretendían disfrazar la explotación global con el lenguaje del «desarrollo» y el «progreso». Vi esto con los embajadores estadounidenses en Bolivia y Haití, y con muchos otros funcionarios a los que entrevisté”.
«Creen genuinamente en esos mitos», concluye,
“Y, por supuesto, se les paga generosamente por hacerlo. Para ayudar a estos agentes del crimen organizado a levantarse por la mañana, también existe, en todo Occidente, un ejército bien abastecido de intelectuales cuyo único propósito es hacer que el robo y la brutalidad sean aceptables para la población general de Estados Unidos y sus aliados criminales”.
Estados Unidos cometió uno de los mayores errores estratégicos de su historia, uno que significará la muerte del imperio, cuando invadió y ocupó durante dos décadas Afganistán e Irak.
Los arquitectos de la guerra de George W. Bush, y el conjunto de idiotas útiles de la prensa y el mundo académico que la animaban, sabían muy poco sobre los países invadidos. Creían que su superioridad tecnológica los hacía invencibles.
Fueron sorprendidos por la feroz reacción y la resistencia armada que llevaron a su derrota. Esto era algo que aquellos de nosotros que conocíamos Medio Oriente (yo era el jefe de la oficina de Medio Oriente para The New York Times, hablaba árabe y reportaba desde la región desde durante siete años) sabíamos que EEUU saldría escaldado.
Pero aquellos decididos a la guerra prefirieron una fantasía reconfortante. Afirmaron, y probablemente creyeron, que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, aunque no tenían pruebas válidas para respaldar esta afirmación.
Insistieron en que la democracia se implantaría en Bagdad y se extendería por todo el Medio Oriente. Aseguraron al público que las tropas estadounidenses serían recibidas como libertadores por iraquíes y afganos agradecidos. Prometieron que los ingresos del petróleo cubrirían el costo de la reconstrucción.
Insistieron en que el ataque militar rápido y audaz – denominado “conmoción y pavor” – restauraría la hegemonía estadounidense en la región y el dominio en el mundo. Ocurrió todo lo contrario. Curiosamente Zbigniew Brzeziński lo adelantó: “ la guerra unilateral contra Irak ha precipitado una deslegitimación generalizada de la política exterior estadounidense”.
Estado de guerra permanente
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se ha convertido en una estratocracia: un gobierno dominado por los militares. Hay una preparación constante para la guerra. Los enormes presupuestos de la maquinaria de guerra son sacrosantos. Se ignoran que miles de millones de dólares se despilfarran y son un fraude.
Los fiascos militares en el sudeste asiático, Asia central y Oriente Medio desaparecen en el vasto agujero negro de la amnesia histórica. Esta amnesia, que significa que nunca hay rendición de cuentas y autoriza a la máquina de guerra a evitar el reconocimiento de las debacles militares mientras destripa económicamente al país.
Los militaristas ganan todas las elecciones. No pueden perder. Es imposible votar en contra de ellos. El estado de guerra es un Götterdämmerung, como escribe Dwight Macdonald, “sin los dioses”.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno federal ha gastado más de la mitad de sus impuestos en operaciones militares pasadas, presentes y futuras. Es la mayor actividad de sostenimiento del gobierno.
Los sistemas militares se venden antes de producirse con garantías de que se cubrirán sus enormes sobrecostos.
La ayuda al exterior depende de la compra de armas estadounidenses. Egipto, que recibe unos 1.3 millones de dólares en financiación militar esta obligado a dedicarlos a la compra y el mantenimiento de sistemas de armas estadounidenses.
Mientras tanto, Israel ha recibido 158 millones de dólares en asistencia de Estados Unidos desde 1949, y casi toda la ayuda desde 1971 es militar, pues la mayor parte de ellase destina a la compra de armas a fabricantes estadounidenses.
El público estadounidense financia la investigación, el desarrollo y la construcción de sistemas de armas para que luego esos mismos sistemas de armas se vendan a gobiernos extranjeros. Es un sistema circular del “bienestar corporativo armamentístico”
En el año de 2022, EE. UU. gastó 877 millones de dólares en el ejército. Esto fue más que los siguientes 10 países, incluidos China, Rusia, Alemania, Francia y el Reino Unido, combinados.
Estos enormes gastos militares, junto con los crecientes costos de un sistema de salud, con fines de lucro, han llevado la deuda nacional de Estados Unidos a más de $ 31 billones, casi 5 billones de dólares más que todo el Producto Interno Bruto (PIB) de Estados Unidos.
Este desequilibrio no es sostenible, especialmente una vez que el dólar ya no sea la moneda de reserva mundial. En enero de 2023, EE. UU. gastó un récord 213 millones de dólares el servicio de los intereses de su deuda nacional.
El imperio en casa
La maquinaria militar, al desviar fondos y recursos hacia una guerra sin fin, destripa y empobrece a la nación en su interior, como lo ilustran los informes de Matt Kennard.
El costo para el público (social, económica, política y culturalmente) es catastrófico. Los trabajadores son reducidos al nivel de subsistencia y atacados por corporaciones que han privatizado todas las facetas de la sociedad, desde la atención sanitaria y la educación hasta el complejo penitenciario-industrial.
Los militaristas desvían fondos de programas sociales y de infraestructura. Invierten dinero en investigación y desarrollo de sistemas de armas y descuidan las tecnologías de energía renovable. Conclusión : se colapsan puentes, carreteras, redes eléctricas y diques. Las escuelas se deterioran. La manufactura nacional cae. Nuestro sistema de transporte público es un desastre.
La policía militarizada mata a tiros a gente pobre de color, en su mayoría desarmada, y llena penitenciarías y cárceles, que albergan un asombros 25 por ciento de los prisioneros del mundo, aunque los estadounidenses representan sólo el 5 por ciento de la población mundial.
Las ciudades desindustrializadas están en ruinas. La adicción a los opioides, el suicidio, los tiroteos masivos, la depresión y la obesidad mórbida plagan a una población que ha caído en una profunda desesperación.
Las sociedades militarizadas son terreno fértil para los demagogos. Los militaristas, al igual que los demagogos, ven otras naciones y culturas a su propia imagen: amenazantes y agresivas. Sólo buscan dominación. Venden ilusiones de un retorno a una mítica edad de oro de poder total y prosperidad ilimitada.
La profunda desilusión y la ira que llevaron a la elección de Donald Trump (una reacción al golpe de Estado corporativo y a la pobreza que aflige al menos a la mitad del país) han destruido el mito de una democracia funcional.
Como señala Matt Kennard:
“La élite estadounidense que ha engordado gracias al saqueo en el extranjero también está librando una guerra en casa. Desde la década de 1970 en adelante, los mismos mafiosos de cuello blanco han estado ganando una guerra contra el pueblo de Estados Unidos, en forma de estafa masiva y clandestina. De manera lenta pero segura, han logrado vender gran parte de lo que el pueblo estadounidense solía poseer bajo la apariencia de diversas ideologías fraudulentas como el «libre mercado». Este es el ‘estilo americano’, una estafa gigante, un gran negocio.
En este sentido, las víctimas del escándalo no están sólo en Puerto Príncipe y Bagdad; también están en Chicago y la ciudad de Nueva York. Las mismas personas que idean los mitos sobre lo que hacemos en el extranjero también han construido un sistema ideológico similar que legitima el robo en casa; Robo a los más pobres, por parte de los más ricos. Los pobres y trabajadores de Harlem tienen más en común con los pobres y trabajadores de Haití que con sus elites, pero esto tiene que ser ocultado para que el escándalo funcione
Muchas acciones tomadas por el gobierno de Estados Unidos, habitualmente perjudican a los ciudadanos más pobres y desposeídos.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es un buen ejemplo. Entró en vigor en enero de 1994 y fue una oportunidad fantástica para los intereses empresariales estadounidenses, porque se abrieron mercados a una bonanza de inversiones y exportaciones. Al mismo tiempo, miles de trabajadores estadounidenses perdieron sus empleos a manos de trabajadores en México, donde sus salarios eran reducidos a personas aún más pobres”.
El permanente bombardeado con propaganda de guerra, publicita, en realidad , una autoinmolación. Se deleita con la despreciable belleza de la destreza militar estadounidense. Habla con clichés que abjuran del pensamiento crítico e imponen una pseuda cultura de masas promocionada por los medios de comunicación. Se empapa con la ilusión de la omnipotencia y se regodean en la autoadulación.
El mantra del Estado militarizado es la seguridad nacional. Si cada discusión comienza con una cuestión de seguridad nacional, cada respuesta incluye la fuerza o la amenaza de la fuerza. La preocupación por las amenazas internas y externas divide al mundo en amigos y enemigos, buenos y malos.
Aquellos que, como Julian Assange, exponen los crímenes y la locura suicida del imperio son perseguidos despiadadamente. La verdad, una verdad que Matt descubre, es amarga y dura.
“Mientras que los imperios en ascenso son a menudo juiciosos, incluso racionales en el uso de la fuerza armada para la conquista y el control de dominios de ultramar, los imperios en decadencia se inclinan a exhibiciones de poder imprudentes, soñando con audaces golpes maestros militares que de alguna manera recuperarían el prestigio y el poder perdidos”
En el mismo sentido el historiador Alfred McCoy escribe.
“A menudo irracionales incluso desde un punto de vista imperial, estas microoperaciones militares pueden generar gastos sangrantes o derrotas humillantes que sólo aceleran el proceso que ya está en marcha”.
Es vital que veamos lo que nos espera. Si seguimos fascinados por las imágenes de la cueva de Platón, imágenes que nos bombardean en las pantallas día y noche, si no entendemos cómo funciona el imperio y su autodestrucción, todos, incluyendo la crisis climática que se avecina, descenderemos a una pesadilla hobbesiana donde las herramientas de represión, tan familiares en los confines del imperio, consolidaran aterradores estados corporativos totalitarios.
Nota
Chris Hedges trabajó durante casi dos décadas como corresponsal extranjero en América Latina, Medio Oriente y los Balcanes para The New York Times, Radio Pública Nacional y otras grandes organizaciones de noticias.