Héctor Vargas Haya
Cuando San Martín, a poco de instalada la República, hace doscientos años, hizo la siguiente notificación: “peruanos, uníos porque si no la anarquía los va a devorar”. Fue al comprobar la irregular conducta de los habitantes peruanos, los que, tan pronto como se vieron libres de la disciplina y ataduras del Virreinato, instalaron la diáspora e institucionalizaron el caos como estilo de vida, ajeno a las formas de buena conducta, como corresponde a toda sociedad civilizada que ama la libertad, pero no de el libertinaje. El Primer Congreso Constituyente fue tan solo un formulismo, porque a partir del primer gobierno, presidido por el general La Mar, se abrieron las compuertas del desorden, de la desobediencia, del irrespeto a las normas, de la negativa y criolla conducta de “pepe el vivo”, la de confundir libertad con la tendencia al desacato a la ley, el imperio del más fuerte y más cunda.
Desde los albores de la República, la nación fue convertida en gigantesco cuartel, de gendarmes para quienes, las únicas normas eran los reglamentos soldadescos, poco después bautizados de constituciones confeccionada a la imagen, voluntad e intereses de sus autores, que las fabricaban como boletos de circo. El Perú es la única nación que ostenta el récord de veintitrés “constituciones”, la última, en evidente conflicto con los Derechos Humanos. Transcurridos doscientos años, la anarquía ha cobrado peligrosa intensidad, el país camina a tientas, sin planes ni programas de gobierno y sujeto al predominio de los dueños del mercado, que alimentan la organización política de la nación por medio de improvisadas acciones de audaces personajes a los que alimenta y subvenciona, y que no son otra cosa que una suerte de gitanos que improvisan clanes variopintos, a los que con audacia los llaman “partidos políticos”, sin más motivaciones que las peregrinas ambiciones criollas de sus audaces protagonistas, hábiles en fabricar lemas al gusto de la clientela, a la que atraen con ilusorias y corruptoras ofertas.
De nación acuartelada, bajo el imperio de los tanques y fusiles, de encarcelamientos, de destierros y humillantes ultrajes a la población, se ha transitado a una supuesta democracia que sólo se halla en la imaginación, a tal punto que ya nadie cree en ella, precisamente, porque no existe y jamás la conoció ni practicó. La escasa etapa de funcionamiento de partidos políticos de las primeras décadas del siglo XX y su posterior desaparición, sólo tuvieron vigencia mientras vivieron sus fundadores, ideólogos y líderes. El más antiguo y organizado partido político, entendido en su verdadero significado, el APRA, no necesitó sino un corto tiempo para ser destruido después del deceso de su fundador y guía. Se cumplió así, lo que su líder y conductor Haya de la Torre repetía, en vida, cuando decía: “lo que me precopa es el destino y futuro del partido después de mi muerte. Es que él conocía la conducta y tendencia de gran parte de los peruanos, pasaban a integrar la procesióntal como sentenciaba Bolívar, en su Carta de Jamaica de 6 de septiembre cuando decía:
“El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y eslavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma del siervo rara ve alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos y se humilla en las cadenas”.
Drástica y despiadada sentencia, pero lamentablemente real, porque a diferencia de los pocos que luchaban solos, frente a las tiranías, durante las épocas de terror, no pocos inclinaban la cerviz y se servían de ellas, y una vez aparecida la aurora libertaria, aparecieron los de siempre, los que tienen por norma aquello “de qué se trata apara oponerme” en cobarde demostración de una peligrosa patología. Entonces, la aparente disciplina ejercida por el terror de las bayonetas desaparece y se desembalsa el desborde, la acariciada anarquía, como sistema de vida de una singular sociedad, a la que tempranamente advirtió el Libertador con una gran visión política. La población se ha multiplicado, pero igualmente el desorden institucionalizado, la corrupción perfeccionada y la renuncia a todo concepto de verdadero nacionalismo. No obstante todo eso, el país se mantiene, aunque a tientas, gracias a la pródiga naturaleza y de tener el privilegio de ser uno de los países más ricos del Mundo, y en el que como sentenciara, el sabio Raimondi, hace más de ciento sesenta años en sus memorias, el Perú sigue siendo “un mendigo sentado en un banco de oro”. Pero ese oro de esta bendita nación, acumulada en pocas manos, no llega sino, a puchos, a la angustiada crecida población empobrecida, envuelta en la inopia, en tanto, en el otro platillo del país, se yerguen poderosos acaparadores de fortunas, adquiridas sobre la base de exacciones al Estado por los poderosos emisarios que deciden con argucias, lobbys y otros medios, sobre el destino de la nación, a tiempo de constituirse en fiscales de la moral y rectores de la justicia, no obstante ser los patrocinadores y usufructuarios influyentes en el carnaval de la corrupción pública consta, en la que participan dos agentes de infracción: el corrupto y el corruptor.
Pero así están las cosas, en esta sociedad, conformista, discriminatoria y segregacionista. El escenario del país es el más vivo retrato de esta incontrovertible verdad, reflejada en el encumbramiento de los “caballeros del delito”, título de la denuncia bibliográfica de Enrique López Albújar, o la sentenciosa condena de Gonzalez Prada, cuya lapidaria frase: el Perú es un enfermo de lacras morales incurables, cobran la más penosa realidad impresa en una sociedad, en la que el hombre honrado es una especie de “rara avis un “peligro social” para los acaparadores del mal, del desorden, de los pescadores de rio revuelto.
Y como contrapartida y escarnio a la sociedad, no sólo se soslaya a los reales autores del desorden y de la corrupción sino que hasta se les premia. Las calles, plazas, parques, locales públicos y planteles escolares exhiben los nombres de golpistas y hasta de felones que negociaron con el territorio. El Panteón de los próceres se halla mancillado con los restos de felones que se aliaron con el enemigo, y que reposan junto a los verdaderos héroes de la patria, por las insultantes acciones de desaprensivos gobernantes que no trepidaron para cometer estropicios para satisfacer determinados compromisos nada santos. Es la realidad ¿qué hacer’. Esa es la gran cuesión.
“