PERÚ: PAÍS ENFERMO?
Héctor Vargas Haya
A fines del siglo XVIII y comienzo del XIX, después de la primera guerra mundial, el viejo Imperio Turco fue calificado con el descalificador apelativo de “el hombre enfermo de Europa”, por el grave estado de decadencia, gran descomposición moral y casi en ruinas, que sufría, lo que dio origen a un serio pronunciamiento, conocido como “la revolución de los jóvenes”, en 1919, liderada por Mustafá Kemal, en una cruzada triunfal sin precedentes. Kemal tomó Anatolia, echó a los enquistados califas y sultanes poniendo término al absolutismo que culminó con la proclamación de la República. Dio así paso a una nueva etapa con la creación de lo que hoy es la República de Turquía. Elegido primer presidente, el Parlamento lo denominó Atatürk o padre de los turcos e inició una nueva forma de gobierno.
Viene a cuento este episodio histórico, por el parecido con el caso del escenario de descomposición moral permanente desde etapas inmemoriales del Perú. No tuvo califas ni sultanes, pero sí castas de sátrapas, feudatarios y terratenientes, insensibles explotadores y acaparadores de riqueza y especializados en la rapiña. Luego la sucesión de castas militares de prepotentes gendarmes que convirtieron al país, durante décadas, en un gigantesco cuartel fabricante de los más detestables actos de corrupción. Ya en épocas antiguas se impuso el lema: ama sua, ama llulla, ama quella, que en quechua significa: no seas ladrón, no seas mentiroso, no seas ocioso, y como es obvio, todo lema no se crea antes de las indeseables prácticas que se busca corregir, sino posteriormente, como consecuencia de ellas. Durante la etapa Virrreinal, la Corona llegó a imponer severos controles orientados a frenar pillajes en el comercio y estableció el conocido “almojarifazgo”, vocablo de origen griego que significó controles aduaneros en todas las regiones, contra el contrabando que se había intensificado durante la Colonia.
En la etapa republicana, a poco de iniciado el siglo XIX, Bolívar llegó a establecer la pena de muerte contra los que se enriquecían robándole al Estado, pero después de que Bolívar se ausentó del país, fue abolida y la escalada de corrupción se acrecentó y el desbande delictivo fue incontenible. El patricio González Prada ya hablaba de un país decadente, enfermo de lacras morales incurables, que donde se presionaba con el dedo brotaba pus. Y ya en el siglo XX, el resultado fue más corrupción. El historiador Porras Barrenechea, al referirse a Gonzalez Prada, decía que aquella fustigadora prédica y la corriente positivista, de hacía más de cien años, habían producido en la generación radical un hondo pesimismo sobre las fuerzas espirituales y la convicción de que el Perú se hallaba gravemente enfermo en estado de postración y de crisis.
Y el implacable, Manuel Atanacio Fuentes, condenaba a la degeneración de la política criolla y refiere cómo en 1854 una sublevación patriótica fue producida contra la era corrupta impuesta por el enlodado gobierno de José Rufino Echenique, cuya secuela se prolongó incontenible, al extremo de que la corrupción se había institucionalizado. Y frente a la purulencia, el historiador Pablo Macera sentenciaba que “el Perú era un burdel”, y sociólogo Baldomero Cáceres le replicó, diciéndole que estaba equivocado, porque “los burdeles eran lugares muy bien organizados”, tal como lo resalta Marco Aurelio Denegri, en su libro Miscelánea Humanística.
En la “Nueva Crónica del Perú, siglo XX”, de Pablo Macera y Santiago Forn, ilustración de Miguel Vidal, editado por el Fondo Editorial del Congreso, año 2000, y con el título “Problemas del mundo peruano”, se aborda el grado de corrupción política y las manifestaciones somáticas reflejadas en criminalidad, y consigna una larga lista de expresiones indicadoras de que la sociedad peruana se halla en un grave proceso patológico con proclividad a prácticas incompatibles con la civilización, linchamientos, criminalidad, que define como formas de vida deprimentes de los peruanos, que la enfermedad de una sociedad no se mide sólo por el número de actos de corrupción, sino por la ausencia de voluntad para combatirlos, que es preocupante y desalentador que, según las encuestas, más del setenta y cinco por ciento de las personas interrogadas respondieron haber ofrecido o recibido ofertas de sobornos alguna vez y que las aceptan como algo normal, comportamiento derivado de la ausencia de formación cívica y respeto a los valores morales, que se arrastra desde tiempos inmemoriales.
Ni qué decir del retaceo de su territorio que sufrió el Perú durante su agitada vida republicana, que en nombre de la “pacificación”, se negoció con cerca de los dos tercios del suelo nacional, convertido en vil mercancía, mediante los denominados “tratados de paz”, por los que se entregó a los países vecinos, más de dos millones de kilómetros cuadrados, por acción antipatriótica de gobiernos, civiles y militares, que no tuvieron empacho en suscribir y avalar tan traidoras transacciones. Sus protagonistas actuaron con entera libertad y no surgieron las asonadas castrenses, que en cambio sí lo hacían para asumir poder y consagrar normas de asquerosos privilegios, como aquella ley, aún vigente, por la que las instituciones armadas gozan de una suerte de soberanía para adquirir material bélico, aviones y barcos de guerra, bajo el sistema del llamado “secreto de Estado”, que no es sino vehículo de enriquecimiento ilícito, en secreto, mediante adquisiciones sobrevaloradas, sin la posibilidad de fiscalización y a riesgo de que quienes se atrevan a hacerlo incurran en traición a la patria. Cosas de la purulencia peruana.
Los estrados judiciales se hallan repletos de procesos por corrupción contra los que medraron esquilmando al Erario, en procura de riqueza fácil, emulando a los gestores que en el mercado de consumo fabricaron gigantescas riquezas. No pocos que gozaron de la confianza ciudadana a la hora de las elecciones, terminaron liderando el clan de nuevos ricos, unos encarcelados, otros fugados y no pocos solapados en el silencio. Los lobbys, las licitaciones de obras públicas, termina sobreevaluadas por los sobornos, y los plazos para su ejecución se prolongan sin término de culminación. Los nombramientos en cargos públicos y hasta ascensos militares y policiales tienen una tarifa.
Y una de las más elocuentes pruebas de la corrupción institucionalizada es, sin duda, la emprendida por no pocos, que no trepidan en enrolarse en tal aventuran hasta de hipotecar sus propiedades y asumir deudas, sin tasa ni medida, para lanzarse a la aventura de la conquista de poder público: municipales, regionales, legislativas y gubernamentales, ante las expectativas de éxitos electorales y la posibilidad de a recuperar con creces sus inversiones en los cargos públicos.