por Tomás Borge
En aquella casa alquilada por Velia, donde serían capturados Casimiro Sotelo y otros compañeros, nos enteramos de la caída del Che en Bolivia. El Che es tan majadero como Cristo, como el Quijote, como Bolivar. «Tanto que montó a Rocinante, derribó alfiles y fronteras y fue crucificado en La Higuera», pensé mientras Velia enjugaba mis lágrimas y las suyas.
(…)
Aquel hombre nacido un 14 de junio de 1928 en Rosario, aquel francotirador que dio siempre en el blanco con sus principios morales, murió el 8 de octubre de 1967, apenas unos días después de nuestra retirada de Pancasán. (…) El Che es el hombre que todos hubiéramos querido ser, aunque sea nada más que por unas horas; debe ocasionar un placer infinito no tener idea de la arrogancia, no haber sido rozado siquiera por la doble moral.
(…)
Se cuenta -debe ser cierto-, que en el momento en que iba a partir hacia Bolivia, el Che se sentó en el tronco de un árbol junto a Fidel, en el campamento donde se habían reunido los futuros hombres de la guerrilla boliviana. Estuvieron sentados uno al lado del otro durante más de una hora, sin decirse palabra. Al final tampoco se dijeron nada, sólo la mano del Che cayó sobre la espalda de Fidel, la mano de Fidel sobre la espalda del Che, y se palmearon con fuerza.
Si una vez más dividimos la historia
será desde aquel día de octubre
en que algunos aprendieron a temblar
a conocer que el fuego de los dioses
está en el corazón de los hombres
Resulta peligroso manosear las cenizas
cerrar los oídos al áspero
concierto de las guitarras
Nadie puede ocultar desde aquel día
que los muertos no se quedan callados
que empezaron a hablar sin que puedan
cortarles el uso de las rosas pardas
No hay duda de que la hora de sus muertes
es una categoría en sí misma
la tierna renuncia
de los breves incendios
Aprendimos, Che, que se puede ser
¿cómo se llama el caballero andante
el que llegó como un rey victorioso
el dulce vagabundo ocupado
a tiempo completo en resolver fantasías?
La gloria es sólo un cerillo que se rasga
en la retaguardia, y la vida hermosa
como el pezón de tu madre, como la milpa
Aprendimos, comandante, que nadie
puede consolarnos, porque quienes
nos pueden consolar necesitan consuelo
y porque, al fin y al cabo, lo que necesitamos
es otra cosa
cómo matar la muerte
cómo revivir la vida
cómo, carajo
El responsable moral de Pancasán y, más atrás, de Raití y Bocay y Wankí, es usted, Guerrillero; y de lo que venga en los próximos años, de nuestra victoria, algún día, siempre. Así sea. Así fue.
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BORGE Tomás, «La paciente impaciencia», Managua: Vanguardia, 1989. pp. 338-341.