30 AÑOS DE IMPUNIDAD. LOS MOLINOS

Por Gustavo Espinoza M. (*)

En la larga lista de crímenes que se pueden adjudicar a los años de la violencia ocurridos en el Perú a finales del siglo XX, los sucesos de Los Molinos, una localidad cercana a la ciudad de Jauja, ocupan un sitial preponderante. Allí, el 28 abril 1989, 42 combatientes del MRTA libraron una desigual refriega al ser emboscados por 400 efectivos del Ejército y de la Marina de Guerra, que los sorprendieron cuando se trasladaban en vehículos a la ceja de selva en la intención de incorporarse a acciones armadas.

Como se dijo en la ocasión, el ejército, haciendo uso de helicópteros artillados, bombardeó a quienes se desplazaban por la carretera, obligándolos a ofrecer valerosa resistencia. Después abrió fuego graneado contra ellos, aniquilándolos.

Lo significativo, es señalar que luego de la contienda, no fue capturado ninguno de los sublevados, ni nadie quedó herido. Todos los combatientes perecieron en el enfrentamiento que también fue presentado como expresión del “alto grado de responsabilidad y heroísmo de nuestra Gloriosa Fuerza Armada”.  Luego, el Mandatario de entonces, Alan García se desplazó con soberbia, entre los cadáveres; inspirando  el gesto similar que imitaría Alberto Fujimori  en 1997.

Cuando ocurrieron los sucesos de Los Molinos, en la Cámara de Diputados, y también en el Senado de la República, los parlamentarios de Izquierda Unida exigimos con firmeza una investigación de los hechos. La mayoría aprista rechazó el pedido, asegurando que se había tratado de “una acción de guerra” que correspondía a la naturaleza del Estado –“defenderse contra la subversión”- Esa fue la versión de sus voceros, pero también el punto de vista de la Clase Dominante y el argumento principal de “la prensa grande”. .

Todo esto nos llevó a preguntarnos  en forma reiterativa de qué “guerra” se estaba hablando. Porque si se trataba de una guerra, es decir de una confrontación regular entre destacamentos armados de uno u otro signo, era indispensable exigir que ambas partes cumplan las “leyes de la guerra”, los Convenios de Ginebra de 1949 que establecen mínimas reglas humanitarias para el trato y protección de civiles y de combatientes en el caso de conflictos armados.

Estos convenios tienen   un dispositivo que es común a las partes -el artículo tercero- que dispone que uno y otro bando tienen la obligación de “tratar con humanidad, sin distinción alguna de carácter desfavorable, basado en la raza, color, religión o creencias, sexo, nacimiento fortuna, o cualquier otro criterio análogo a las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluso a los miembros de las Fuerzas Armadas que hayan depuesto las armas y las personas que hayan quedado fuera de combate, por enfermedad, herida, detención o cualquier otra causa”.

Esto lo recordaron ante tribunales argentinos los juristas Julio C Strassera y Luis Moreno Ocampo. Sus opiniones fueron escuchadas en su país, en el juicio a las Juntas Militares acusadas por la comisión de delitos de lesa-humanidad. Pero aquí, nada de eso fue cumplido. Para el gobierno, se trataba de una “guerra no convencional”, es decir, no sometida a las leyes de la guerra, ni a disposición ni control alguno. Era la manera de dar “carta blanca” a una estructura represiva del Estado encargada de aniquilar a quienes consideraba sus adversarios. Era formalizar la “guerra sucia” que enlutó  al Perú y al continente.

Los muertos de “Los Molinos” no fueron identificados, ni entregados a sus familiares, que tuvieron que desplegar inmensos esfuerzos para reconocer a uno u otro; y nunca recibieron siquiera los funerales a los que cualquier ser humano tiene derecho. El salvajismo de la confrontación armada se hizo notable en la coyuntura.  Reverdecieron los años de “zoocracia y canibalismo”, de Federico More.

Así fue  las autoridades de entonces, actuaran con alevosía y barbarie, consumando un verdadero crimen contra personas que bien pudieron ser reducidas y capturadas dada la inmensa diferencia en hombres y armas entre uno y otro bando. Esta abismal diferencia fue reconocida por los mismos mandos castrenses en esos días aciagos.

Y es que, mientras que por un lado actuaban más de 400 soldados adecuadamente pertrechados y entrenados, que contaban con auxilio aéreo y terrestre aun muy superior y armamento sofisticado; por el otro, operaban apenas  jóvenes, muchos de los cuales nunca habían participado en ninguna acción armada y que buscaban apenas colocarse en un lugar de la selva para comenzar a operar en una guerrilla.

Fue ese el antecedente de lo que sería –años después- otra “operación heroica” de la institución armada: el rescate de los rehenes de la residencia nipona. Allí 142 comandos perfectamente entrenados y armados, aniquilaron a 14 combatientes, varios de los cuales murieron antes del operativo, otro abril de 1997. Los mismos que aplaudieron los Molinos,  les rinden hoy puntual pleitesía.

Llegará día en que las voces de los asesinados en una y otra circunstancia, serán finalmente escuchadas.  Ningún crimen queda impune (fin)