Por Paulo Cannabrava Filho*
En octubre de 1967, el mundo perdió a uno de sus mayores símbolos de coraje y coherencia: Ernesto Che Guevara. Médico, guerrillero, revolucionario, representó a la juventud idealista que creía posible transformar el mundo mediante la acción y la solidaridad.
La Revolución Cubana lo proyectó como un ícono, pero fue su decisión de abandonar el poder para luchar junto a los pueblos oprimidos lo que lo hizo eterno. El Che no soportaba la comodidad de la victoria mientras otros pueblos seguían sufriendo bajo el yugo del imperialismo.
Herido en combate, fue capturado el 8 de octubre de 1967 en las montañas de Bolivia y asesinado al día siguiente por orden directa del presidente René Barrientos, quien a su vez obedecía instrucciones de la CIA. Querían eliminar al hombre y borrar el símbolo. No lo lograron.
Su presencia en Bolivia fue un gesto extremo de fidelidad a los principios de la revolución. Allí fue traicionado y ejecutado, pero su ejemplo resistió —más fuerte que las balas que intentaron silenciarlo.
Hoy, cuando el mundo vuelve a estar dominado por el cinismo y la fuerza bruta, recordar al Che es un acto político. Es recordar que el verdadero revolucionario está movido por el amor, como él mismo decía: amor por la humanidad, por la justicia y por la libertad.
América Latina sigue siendo el territorio de las luchas inconclusas que el Che vio con tanta claridad: el continente que resiste la dominación y busca afirmar su soberanía. En Brasil y en toda la región, su nombre todavía inspira a quienes creen que otro mundo es posible, construido no sobre el odio y la codicia, sino sobre la solidaridad entre los pueblos.
*Paulo Cannabrava Filho, periodista editor de la revista virtual Diálogos do Sul Global