Paulo Cannabrava Filho*
Brasil enfrenta un desafío grave y persistente: casi 10 millones de jóvenes están fuera de la escuela y del mercado de trabajo. Según la PNAD Continua/IBGE (2024), el 18,5% de la población entre 15 y 29 años no estudia ni trabaja. En el recorte de 18 a 24 años, el problema se agrava aún más: el 24% de los jóvenes están inactivos, de acuerdo con datos de la OCDE. Este índice es casi el doble del promedio de los países desarrollados, que gira en torno al 14%. Solo Colombia, Sudáfrica y Turquía presentan cifras peores.
Este fenómeno, conocido como “generación ni-ni”, no es solo una estadística preocupante: es el retrato de una juventud sin perspectivas, de un país que no ofrece caminos dignos para sus jóvenes. Cada joven que queda parado representa no solo una trayectoria individual interrumpida, sino también una pérdida colectiva para el país, en términos de capital humano y competitividad. Como bien recuerda Giuliano Amaral, CEO de Mileto: “Cada joven que queda parado representa no solo una trayectoria individual interrumpida, sino también una pérdida para el país en términos de capital humano y competitividad”.
Las consecuencias sociales y económicas de esta exclusión son profundas. La juventud que debería estar capacitándose o contribuyendo a la economía termina marginada, vulnerable al subempleo, a la violencia o al reclutamiento por el crimen organizado. Al mismo tiempo, Brasil deja de aprovechar la energía creativa y la capacidad productiva de toda una generación.
Pero es necesario mirar las causas estructurales de este fenómeno. El sistema educativo brasileño, a pesar de los avances, sigue marcado por la deserción escolar, la baja calidad de la enseñanza y currículos desconectados de la realidad del mundo laboral. Muchos jóvenes abandonan los estudios porque necesitan trabajar temprano; otros porque no encuentran sentido en una escuela que no dialoga con sus sueños y necesidades.
En cuanto al mercado laboral, la precarización es la regla. La informalidad afecta sobre todo a los jóvenes, que enfrentan salarios bajos, contratos inestables y ausencia de derechos laborales. Sin perspectivas de crecimiento, muchos desisten de buscar empleo. A esto se suman el racismo estructural y la desigualdad de género, que penalizan especialmente a jóvenes negros y mujeres, dificultando aún más su inserción productiva.
El problema no es solo económico. Es también político y cultural. Revela la quiebra de un modelo que no invierte en la juventud, que considera natural desperdiciar su potencial. El futuro de un país se mide por la forma en que trata a sus jóvenes. Y, en este momento, Brasil está fallando de manera dramática.
Ante este escenario, es urgente pensar en políticas públicas que ofrezcan oportunidades reales: escuelas que formen ciudadanos críticos y preparados para los desafíos del siglo XXI, programas de empleo que incluyan a los jóvenes en proyectos de futuro, políticas de cultura y deporte que den sentido a la vida en comunidad. El combate a la generación “ni-ni” no puede ser tratado como una estadística fría, sino como una prioridad nacional.
El país que no cuida de su juventud se condena a sí mismo a la estagnación y a la violencia. La juventud no puede esperar. Brasil no puede esperar.
*Paulo Cannabrava Filho, periodista editor de la revista virtual Diálogos do Sul Global.