Por Claudio Albertani*
Ante el genocidio del pueblo palestino que Israel perpetra desde el 7
de octubre (unos 30 mil masacrados, 80 por ciento de los cuales son
mujeres y niños, 70 mil, heridos, 7 mil desaparecidos, 570 mil
personas al borde de la hambruna y un millón 900 mil desplazados, tan
sólo en Gaza), lo primero que experimentamos, si conservamos un mínimo
de humanidad, es rabia. Cada día, nos preguntamos ¿cuántos niños
palestinos asesinarán hoy los soldados de Israel?, ¿cuántas mujeres
violarán?, ¿cuántas escuelas y hospitales destruirán?, ¿cuántas casas
y servicios públicos derribarán?, ¿cuántos olivos arrancarán?
Mientras, unas militares se toman alegremente una selfi entre ruinas
humeantes y May Golan, ministra de Igualdad Social de Netanyahu, se
afirma orgullosa de la destrucción causada por su país. Otra
funcionaria, Orit Strook, quien siendo ministra de Asentamientos y
Misiones Nacionales, vive en una colonia ilegal, declara que un Estado
palestino nunca existirá pues sería una amenaza existencial para su
país. Estas no son las provocaciones de un gobierno derechista, sino
las posturas de gran parte de la clase política israelí expresadas de
forma cruda. En días pasados, el Parlamento hebreo, el Knesset, aprobó
por mayoría (99 votos de 120) el rechazo a cualquier intento de crear
un Estado palestino.
¿Qué podemos hacer los disidentes de este mundo desventurado para
frenar la matanza? Poco y mucho. En el trabajo, en la escuela, en la
fábrica, en el barrio, donde estemos, además de no cansarnos de
manifestar nuestro horror, tenemos que hablar de Palestina e intentar
comprender lo que pasa, más allá de nuestra indignación.
Muchas crónicas sobre Israel y Palestina están empapadas de rancio
racismo; suelen presentar a los israelíes como modernos y civilizados
y a los palestinos como anticuados y fundamentalistas. Es verdad que
el fundamentalismo es una desgracia en cualquiera de sus variantes,
pero no es prerrogativa de los árabes. Por otra parte, esta narrativa
oculta el tema de fondo: en pleno siglo XXI, Israel es un Estado
colonial que practica un colonialismo agresivo o colonialismo de
asentamiento. Éste ocurre cuando los colonos invaden las tierras
habitadas por residentes autóctonos para remplazarlos con una sociedad
étnica y culturalmente pura. Así, Ilán Pappe, historiador israelí de
la corriente que ha deconstruido los mitos fundadores del sionismo,
insiste en que Israel no es una democracia, sino una etnocracia, un
régimen que establece los derechos de los ciudadanos en función de sus
orígenes y creencias.
Hoy el Estado judío cuenta con casi 10 millones de habitantes, de los
cuales 25 por ciento –gran parte árabes, pero también cristianos,
drusos y otras minorías– no son judíos y son tratados como ciudadanos
de segunda. Según el historiador palestino Rashid Khalidi –de quien
tomé prestado el título de este texto–, las leyes restringen el acceso
de los árabes a la propiedad de la tierra, así como su residencia en
comunidades judías; oficializan la confiscación de propiedades
privadas y colectivas de personas no judías e impiden que la mayoría
de los refugiados palestinos regresen a sus hogares, al tiempo que
otorgan esos derechos a inmigrantes judíos recién llegados.
Es evidente que un sistema así sólo puede sostenerse por la fuerza, y
la verdad es que la guerra contra el pueblo palestino no empezó el 7
de octubre a raíz de la acción terrorista de Hamas, ni con la
ocupación de los territorios árabes en 1967. Tampoco arrancó con la
guerra de 1948, cuando se estableció el Estado hebreo sobre las ruinas
de la sociedad precedente. Los palestinos llaman nabka, o catástrofe,
a la tragedia que sufrieron en aquel tiempo, cuando entre 750 mil y
900 mil de ellos fueron expulsados de sus tierras. Si aquella fue una
catástrofe, ¿cómo le llamarán a lo que les pasa ahora?
La guerra de los 100 años tampoco empezó entonces, sino que se
remonta, por lo menos, a la famosa Declaración de Balfour (2/11/1917),
cuando, en plena Guerra Mundial, el secretario de Relaciones
Exteriores de Reino Unido, Arthur Balfour, dirigió una carta al
banquero Lionel Walter Rothschild, representante del movimiento
sionista, que ratificaba el apoyo oficial del gobierno de su majestad
al proyecto de establecer un hogar nacional para el pueblo judío en
Palestina, entonces bajo administración otomana. El detalle es que el
documento ni siquiera menciona la existencia del pueblo palestino y
éste nunca fue consultado al respecto.
Otro hito de esta historia trágica es la Resolución 181 de la ONU
(1947) que estableció la división de Palestina en un Estado judío y
otro árabe más pequeño. Fraguado gracias a la Unión Soviética y a
Estados Unidos, gracias a la alianza espuria de Stalin con Truman, el
documento ratificó la entrega a los sionistas, que representaban la
tercera parte de la población de 78 por ciento, de la antigua
Palestina bajo el mandato británico. ¿Tenían derecho los judíos
sobrevivientes del Holocausto de infligir ese castigo a los
palestinos? ¿Tenía derecho la ONU a legalizarlo?
No se trata de echar al mar a 7.5 millones de judíos israelíes, pero
es evidente que la solución de los dos estados es obsoleta. La
pacificación entre los dos pueblos tiene que pasar por el
reconocimiento de los agravios hechos a los palestinos. Si bien ahora
no hay posibilidad de que los dos pueblos se entiendan, algún día esto
sucederá, porque las guerras no son eternas y un Estado colonial no
puede durar mucho. Entonces, los israelíes recordarán a Martin Buber y
su lema de una tierra para dos pueblos, pero también de Henrick
Erlich, judío antisionista ejecutado por Stalin y quien gritaba a sus
correligionarios: No. ¡Nosotros no somos un pueblo elegido!
Mientras, observamos una macabra conexión entre la destrucción de Gaza
y el capitalismo global. Lo que tenemos a la vista es una forma
apocalíptica de acumulación por despojo, cuyo objetivo es abrir
espacios a las empresas globales. A finales de octubre pasado, cuando
se intensificaban los bombardeos, Israel comenzó a conceder licencias
a energéticas trasnacionales para explorar yacimientos de gas y
petróleo frente a las costas de Gaza y una empresa inmobiliaria
israelí, conocida por edificar asentamientos en suelo palestino
ocupado, anunció en diciembre que construiría casas de lujo en los
barrios bombardeados. Y para los inconformes queda la sepulcral
advertencia de Blinken: En el sistema de relaciones internacionales,
los países pueden elegir entre estar en la mesa o en el menú.
*Profesor de tiempo completo en la Academia de Historia de la
Universidad Autónoma de la Ciudad de México
Fuente: https://www.jornada.com.mx/2024/03/05/opinion/014a1pol_______________________________________________