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Por Gustavo Espinoza M.
El pasado 10 de enero, el país recordó uno de los episodios más trágicos en lo que va del nuevo siglo: La masacre de Juliaca, que dejó como estela 20 muertos y cuantiosos daños de orden material.
El hecho tuvo lugar cuando la población de Puno buscó repudiar al írrito régimen político de Dina Boluarte, instaurado el 7 de diciembre del 2022.
Lo que sucedió en esa circunstancia en el sur Andino, no fue un fenómeno aislado. Formó parte de la inmensa ola de rechazo popular que generó el derribo del presidente Pedro Castillo y la insurgencia de una nueva administración, producto de una alianza política de entraña profundamente reaccionaria.
Como se recuerda, las masivas protestas ciudadanas se desencadenaron desde un inicio. Y alcanzaron tonos violentos a partir de la brutal represión consumada por el Estado.
Primero fue el Andahuaylas, luego en Huancavelica y Ayacucho, después en Tingo María, Pucallpa, Moquegua, Arequipa y otras ciudades.
El régimen quiso que el punto más alto del desenfreno ocurriera en Puno.
Probablemente, Dina Boluarte, ya pensaba entonces en lo que dijo después: “Puno, no es el Perú”.
Por eso, el aparato represivo del Estado atacó al pueblo como si se tratara de una fuerza extranjera. Se usaron fusiles AKM, pistolas de 9 mm, carros de combate, granadas y otro tipo de armamento de guerra.
Para justificar la barbarie, el régimen inventó un mito que algunos repiten como papagayos, incluso hoy día.
Dijo, en efecto, que los pobladores constituían una “turba” que buscaba tomar por asalto el aeropuerto de la ciudad.
Aún ahora repite ese brulote. Y lo hace a sabiendas que es mentira. Nunca hubo ni toma del aeropuerto ni intento de hacerlo.
¿Alguien vio, por ventura el edificio del aeropuerto acosado? Los counters del aeropuerto ¿fueron atacados por la población? ¿hubo oficinas destrozadas o muebles destruidos por el accionar de una “turba”? ¿se registró el caso de trabajadores del aeropuerto: pilotos, azafatas, purcers o empleados administrativos golpeados? Nada de eso ocurrió.
Lo que sucedió fue muy simple: la población, que marchaba por las calles de la ciudad, supo que al aeropuerto llegaban aviones con refuerzos policiales y nuevas armas de guerra para atacarlos. Resolvió entonces, lo más elemental: bloquear la pista de aterrizaje para impedir el arribo de las naves. A eso fue lo que el régimen llamó “la toma del aeropuerto”. Y eso le sirvió para sembrar la muerte.
Ella ocurrió, sin embargo, no solo en las cercanías del aeropuerto, sino en la misma ciudad. Y aconteció también en horas de la noche, y no solo a la luz del día.
Estos elementos sirvieron para desnudar la mentira oficial que aún hace carne en la “prensa grande” en todos sus niveles.
No obstante, el Perú pudo recoger otra versión que “los medios” simplemente han olvidado: Dina Boluarte, habló de la presencia boliviana, de los “ponchos rojos”, de las “balas dum-dum” y de otras sandeces que la pusieran en ridículo.
Como se sabe, los muertos fueron manifestantes, o simplemente pobladores. Hubo niños, adolescentes, hombres jóvenes y maduros, médicos sé que esforzaban en salvar vidas y mujeres que se aprestaban a auxiliar heridos. Las balas no discriminaron ni edad, ni sexo. Todos los caídos, son héroes en nuestro tiempo.
Para Solaz, de la ultraderecha, ocurrió el 10 de enero una asonada en Ecuador. Eso le permitió, impunemente silenciar por completo los sucesos de Puno. No hizo ninguna referencia a ellos con la esperanza que pasaran desapercibidos. Pero en el sur Andino, y en particular en Juliaca, se realizaron manifestaciones inmensas.
Hubo canciones, música, danzas, rituales fúnebres, consignas y protesta constante. Y en Lima, se expresó también la ira ciudadana: un importante evento en la Ciudad Universitaria de San Marcos el lunes 8, una marcha por la Colmena y Plaza San Martín, un plantón ante la fiscalía y un emotivo y aguerrido encuentro en el edificio Juan Santos Atahualpa del Congreso de la República, por iniciativa de la parlamentaria Margot Palacios.
En todas partes resonó la misma demanda: ¡No a la impunidad! Lo que la gente exige es justicia. Eso implica investigar los hechos y sancionar a los culpables. Todos saben quiénes son.
Suele decirse que la sangre deja una profunda huella en la conciencia de los seres humanos. Pero también se dice que todos llevan sangre. Unos en las venas; y otros, en las manos.
Es el caso de quienes dictaron de palabra órdenes siniestras que hoy niegan porque saben que la cárcel los espera.
El 10 de enero, de hoy en adelante será un día de luto, pero también de lucha.
La voluntad ciudadana logrará, finalmente, que la verdad se abra paso. (FIN)