Editorial de La Jornada, domingo, 22 de octubre de 2023
La organización Save the Children denunció que cada 15 minutos un
menor de edad muere en Gaza por culpa de los bombardeos
indiscriminados que lleva a cabo Israel, por lo que los niños
representan un tercio del total de muertes en el enclave palestino. Al
mismo tiempo, el ejército israelí advierte públicamente que no tiene
ninguna intención de respetar los hospitales y amenaza con destruir el
de Al Quds, como ya hizo, de acuerdo con varias versiones de los
hechos, con el nosocomio cristiano de Al-Ahli, donde fueron masacradas
más de 500 personas. Pese a esto y muchas otras señales incontestables
de que a estas alturas las operaciones bélicas de Tel Aviv no tienen
nada que ver con su derecho a la autodefensa ni con el combate a
grupos extremistas, sino con una limpieza étnica y un genocidio contra
el pueblo palestino, gobiernos y corporaciones de Occidente censuran
cualquier crítica a la política del premier Benjamin Netanyahu, así
como todo llamado a la solidaridad con las víctimas.
Desde el comienzo de las represalias israelíes en respuesta al ataque
llevado a cabo por la facción fundamentalista Hamas el 7 de octubre,
los grandes medios de comunicación occidentales han reforzado la
narrativa que desvía cualquier culpa de Israel y hace pasar como
verdugos a los millones de palestinos que subsisten apiñados en campos
de refugiados o encerrados en la franja de Gaza, y que en Cisjordania
cada día se encuentran sometidos a controles draconianos, además de
sufrir el riesgo constante de ser expulsados de sus hogares por la
construcción de nuevos asentamientos ilegales para colonos israelíes
ultranacionalistas. En la prensa escrita o digital, así como en las
plataformas de redes sociales basadas en Estados Unidos o sus aliados,
se oculta de manera sistemática que la situación actual es producto,
en gran medida, de la histórica violación por parte de Tel Aviv de
todas las resoluciones de la ONU que lo conminan a permitir la
existencia de los palestinos, de su política de exterminio y del
obtuso cierre de cualquier salida negociada a los diferendos en torno
a las tierras donde en 1948 se impuso el Estado de Israel.
La mordaza va más allá de los medios: en estas semanas, toda figura
pública que expresa algún asomo de crítica hacia la matanza que tiene
lugar en Gaza ha sido castigada con el rompimiento de vínculos
laborales o contractuales por parte de empleadores, socios o
patrocinadores, lo que ha impuesto una censura que poco se diferencia
de las que caracterizan a los regímenes totalitarios. La asfixia
económica y el ostracismo alcanzan a deportistas, miembros del mundo
del espectáculo e incluso a la comunidad cultural, presunto baluarte
de las libertades de las que presume Occidente; por ejemplo, la Feria
Internacional del Libro de Fráncfort suspendió la entrega del Premio
LiBeraturpreis a la escritora palestina Adania Shibli en plena
solidaridad con Israel, una atrocidad que fue criticada por 600
autores y editores. Berlín, Londres y París han prohibido por completo
las manifestaciones de apoyo a Palestina, mientras Washington ha
detenido a centenares de personas por participar en protestas contra
lo que algunos integrantes de la propia comunidad judía no titubean en
calificar de genocidio.
En suma, el conflicto en Medio Oriente ha vuelto a desnudar la
hipocresía de las grandes potencias occidentales, cuyos gobernantes y
magnates se arrogan la facultad de dictar al resto del planeta cómo
conducir sus asuntos internos, así como de extender o retirar
certificaciones en materia de respeto a los derechos humanos, mientras
asesinan a la libertad de expresión para proteger los intereses de sus
cómplices. Hoy queda más claro que nunca: cuando se habla del
conflicto palestino-israelí, se requiere un enorme valor y un
inquebrantable compromiso ético para decir la verdad.