Por Naief Yehya, Escritor, analista y periodista
En EEUU, tanto demócratas como republicanas, han premiado la ocupación
militar y las atrocidades con la descomunal ayuda de casi cuatro mil
millones de dólares anuales, armas y tecnología de punta y con el
bloqueo en la Organización de las Naciones Unidas de cualquier condena
contra Israel. Durante más de 75 años Estados Unidos ha fingido no ver
que el sionismo es una forma del apartheid y que la creciente
violencia expansionista es en gran medida el resultado de la
indulgencia mundial.
Durante décadas las acciones del estado de Israel han sido
incuestionables en Washington. El brutal expansionismo de los
asentamientos ilegales en tierras palestinas, la ocupación militar con
toda clase de medidas represivas contra la población, los bombardeos,
el despojo y la continua violación de los derechos humanos no sólo han
sido tolerados por liberales y conservadores, en administraciones
demócratas y republicanas, sino que han sido premiados con la
descomunal ayuda de casi cuatro mil millones de dólares anuales, armas
y tecnología de punta y con el bloqueo en la Organización de las
Naciones Unidas de cualquier condena contra Israel.
Durante más de 75 años Estados Unidos ha fingido no ver que el
sionismo es una forma del apartheid y que la creciente violencia
expansionista es en gran medida el resultado de la indulgencia
mundial. Sin embargo, la invasión rusa de Ucrania de pronto puso en
perspectiva el crimen que representa intentar desaparecer por medios
militares a una nación y una identidad.
Casi todos los países de Occidente se unieron a la causa de salvar a
Ucrania y no fueron pocos los que notaron la ironía de que esos mismos
habían guardado silencio o sido cómplices de sometimiento sistemático
del pueblo palestino, de la gradual eliminación de cualquier
posibilidad de creación de un estado palestino y del uso de la
humillación, la desesperación y la masacre como mecanismos de opresión
de una población vulnerable. Ucrania es presentada como un país que
valerosamente resiste y lucha por su independencia ante un poder
despiadado, mientras que la resistencia palestina sigue siendo
considerada como terrorismo.
Después de que Donald Trump mudó la embajada estadounidense a
Jerusalén, una acción que premiaba nuevamente a Israel por sus
políticas segregacionistas y represivas, el gobierno de Joe Biden
trató de mostrar una actitud de ecuanimidad y de leve distanciamiento
de Israel, especialmente tras la nueva victoria de Benjamin Netanyahu
su alianza ultraderechista que ha endurecido sus políticas anti
palestinas, expandido los asentamientos en Cisjordania y
retroactivamente “legalizado” asentamientos ilegales.
Lo que más inquietaba a los liberales estadounidenses no era el
tratamiento que se da a los palestinos sino las políticas autoritarias
del gobierno en contra de las minorías LGBT y el intento de reducir
los poderes de la Suprema Corte que daba manos libres al gobierno para
imponer medidas fundamentalistas religiosas a la sociedad.
Las recientes protestas en Israel en contra del gobierno realmente no
mostraron la menor preocupación por la población palestina, lo cual
enfatiza que los israelíes viven en una burbuja y han normalizado la
violencia y la crueldad de la ocupación y los asentamientos.
Biden describió al gobierno de Netanyahu como uno de los más
extremistas que ha habido en ese país desde su creación. Uno en el que
los funcionarios en el poder lanzan ataques de una violencia
inverosímil aun para los estándares israelíes, como el ministro de
finanzas y activista en favor de la expansión de los asentamientos,
Bezalel Smotrich, que declaró que la población de Huwara debía ser
“borrada” por estar al centro de los disturbios recientes y en un
evento en París dijo: “No hay tal cosa como un pueblo palestino”.
Lo inquietante de estas palabras de odio (que hacen eco a la primera
ministra Golda Meir) es que en realidad reflejan la política estatal
israelí y la certeza de que no hay responsabilidad moral ni política
ni legal que proteja a un pueblo bajo la ocupación que no existe
dentro de la narrativa sionista. Basta también considerar que el
ministro de seguridad, Itamar Ben-Gvir, fue discípulo del rabino
ultraortodoxo de Brooklyn, Meir Kahane, tenía una foto en su sala de
Baruch Goldstein, el genocida también brooklyniano, que asesinó a 29
palestinos musulmanes en una mezquita en 1994.
Biden invitó al presidente israelí (una figura meramente ceremonial
sin poder real), Isaac Herzog, a la Casa Blanca, el 18 de julio, lo
cual fue percibido como un desdén al primer ministro Netanyahu y una
confirmación del rechazo de Washington a sus políticas. No obstante el
15 de julio pasado la representante demócrata Pramila Jayapal declaró
a los manifestantes que coreaban “Palestina libre” en el curso de un
acto público: “Como alguien que ha estado en las calles y participado
en muchas manifestaciones, quiero que sepan que hemos estado luchando
para dejar en claro que Israel es un estado racista, que el pueblo
palestino merece autodeterminación y autonomía, que el sueño de una
‘solución de dos estados’ se nos está escapando, que ni siquiera se
siente posible”.
Esas palabras violaban uno de los tabús más importantes de la política
estadounidense e iban más allá de lo que el gobierno podía tolerar.
Inmediatamente congresistas, políticos de ambos partidos y figuras
públicas la atacaron con furia. Jayapal se retractó de sus palabras en
un comunicado del domingo por la tarde, diciendo que “No creo que la
idea de Israel como nación sea racista”, y se disculpó con “quienes he
lastimado con mis palabras”. Podemos argumentar que Jayapal articuló
mal su crítica. Un Estado no es racista, lo son los políticos y las
leyes que estos imponen.
Pudo decir que la ocupación deshumaniza y convierte en ciudadanos de
segunda clase a los palestinos, quienes obviamente son despreciados
por su raza, religión y etnicidad. Jayapal tiene una perspectiva
bastante convencional del conflicto y si bien es progresista su
posición está muy lejos de ser radical. La reacción contra sus
palabras es un intento histérico de volver a imponer un silencio sobre
el tema y eliminar cualquier cuestionamiento.
No obstante, las políticas extremistas del gobierno de Netanyahu han
puesto incluso a sus defensores más fervorosos en una situación
complicada tratando de disimular lo evidente. De cualquier forma,
Biden dio también marcha atrás a su decisión de no interactuar con
este gobierno israelí y en señal de desagravio invitó a Netanyahu ese
mismo lunes 17 de julio, como un premio más a sus políticas.
El propio Netanyahu escribió en 2019 que Israel no era un estado para
todos sus ciudadanos. La ley de nacionalidad básica aprobada por su
gobierno en 2018 determina que Israel es el estado nación del pueblo
judío exclusivamente. En los territorios ocupados no hay ni siquiera
una ilusión de que los pobladores palestinos tengan los mismos
derechos que los israelíes. Aparte del acoso, agresiones y pogromos
por parte de los colonos, los palestinos constantemente son objeto de
confiscaciones de tierras y demoliciones de viviendas y no cuentan con
la menor libertad de movimiento.
Pero los ciudadanos israelíes palestinos son también objeto de
discriminación en todos los ámbitos. Las circunstancias actuales del
conflicto se caracterizan por que la “solución de dos estados” ya es
tan sólo un recuerdo, una propuesta despojada de significado real, un
eslogan que emplean políticos y organizaciones que desean mostrarse
sensibles y justos sin exponerse a la crítica proisraelí.
Al terminar la segunda intifada, Israel fortaleció sus medidas de
seguridad y expandió la ocupación estratégicamente para hacer
imposible la continuidad territorial de un futuro estado palestino y
así destruir cualquier posibilidad de intercambio de “tierras por
paz”, mientras mantenía la pretensión diplomática de comprometerse con
los esfuerzos de paz.
Como escribe Tareq Baconi en The New York Times, Israel empleó fondos
occidentales y árabes para pacificar Cisjordania al aplicar incentivos
neoliberales sin permitir un auténtico desarrollo económico. De hecho,
los acuerdos de paz de Oslo no solamente fueron un fracaso, sino que
hicieron que la situación se volviera mucho peor, ya que desde
entonces el número de asentamientos se ha triplicado y el nivel de
violencia aumentado exponencialmente.
También, en lo que parecía un gesto de buena voluntad permitieron la
creación por la Autoridad Palestina (una patética reinvención de los
bantustanes sudafricanos) de servicios policiacos corruptos e
incompetentes que en realidad tan sólo sirven para amedrentar a la
resistencia desde adentro y forzar a los palestinos a reprimirse a sí mismos.
La salida israelí de Gaza resultó ser devastadora ya que no solamente
aislaron a la población de esa franja con un bloque hermético, sin
permitirles acceso a Jerusalén o Cisjordania, sino que además han
empleado ese lugar para experimentar el uso de métodos de control,
vigilancia, represión y asesinato sin precedente, como describe Antony
Loewenstein, en su notable libro, The Palestine Laboratory. How Israel
Exports the Technology of Occupation Around the World (El laboratorio
palestino. Como Israel exporta la tecnología de ocupación alrededor del mundo).
En junio pasado aplicaron los mismos métodos de castigo colectivo
(destrucción de servicios, infraestructura y viviendas civiles) contra
el campamento de refugiados de Jenin, en Cisjordania y es evidente que
esa será la fórmula que emplearán en cualquier zona que consideren
problemática.
Dos organizaciones conservadoras que durante décadas se mantuvieron al
margen de juzgar con firmeza la política israelí como Amnistía
Internacional y Human Rights Watch, se han unido a B’Tselem para
declarar que Israel es un Estado que aplica el sistema de apartheid.
Sin embargo, los modestos intentos de imponer sanciones, boicots o
cancelaciones a Israel se topan con la amenaza de ser acusado de antisemitismo.
Los palestinos por su parte están hundidos en la desesperación y el
miedo, despojados de un liderazgo efectivo, luchando por la
supervivencia básica (sin empleos y con escasez de alimentos, agua
purificada, servicios médicos y materiales de construcción) en una
situación en que la resistencia pacífica ha demostrado ser inútil.
Los políticos palestinos tratan de tocar cuerdas sensibles invocando a
que es necesario un proceso de paz para asegurar la “seguridad y la
estabilidad”, dos términos que se usan en Washington para minimizar
esta catástrofe. Pero para Israel ahora eso ha quedado en el pasado.
Hoy Israel goza de absoluta impunidad para imponer la superioridad
judía y si bien podría pensarse que esto siempre fue el caso, la
realidad es que el actual gobierno ha perdido el pudor para aplicar
sin maquillaje ni temor a repercusiones las políticas más devastadoras
contra de la población palestina.
Hoy no hay ni siquiera intención de tener negociaciones o reformas.
Los palestinos son vistos como una población derrotada y la
preocupación es cómo administrar su invisibilización, exilio forzado o
desaparición. No olvidemos que Netanyahu declaró al Comité de Asuntos
Extranjeros y defensa, del Knesset, el 26 de junio: “Necesitamos
eliminar las aspiraciones de los palestinos de tener un Estado”.
Fuente: revistazocalo.com