Tomado der Panorama Mundial
Jesús Arboleya Cervera*
El asesinato del candidato Fernando Villavicencio, en Ecuador, vuelve a destacar la crisis de gobernabilidad de los gobiernos de derecha aliados a Estados Unidos en América Latina.
La traición de Lenin Moreno y el ascenso al poder del banquero Guillermo Lasso, echaron por tierra los avances alcanzados en los dos períodos de gobierno de Rafael Correa (2007-2017), donde la pobreza se redujo un 14% y el país alcanzó niveles de estabilidad política y económica no vistos antes o después en muchos años.
Al decir del propio Correa, Ecuador se ha convertido en un Estado fallido, regido por el más crudo neoliberalismo y la subordinación a Estados Unidos, donde el narcotráfico ha calado muy profundo en las estructuras gubernamentales, incluida la presidencia, y la violencia alcanza los índices más altos de América Latina.
Siete de cada diez adultos no tienen empleo en la economía formal y uno de cada tres niños está desnutrido.
Asediado por la repulsa popular y las contradicciones con el resto de las fuerzas políticas, Lasso renunció a la presidencia, pero disolvió el Congreso y gobierna por decreto hasta las elecciones anticipadas del próximo 20 de agosto.
En otra muestra de entreguismo, el FBI será el encargado de “investigar” el crimen de Villavicencio, no sería extraño que, una vez que dejen de ser de utilidad, para limpiar la cara, algunos de los actuales gobernantes del país vayan a parar a cárceles norteamericanas, como ha ocurrido en otros casos.
A pesar de sus conflictos con Estados Unidos, la mayor parte del mandato de Correa coincidió con el gobierno de Barack Obama.
La estrategia norteamericana entonces fue tratar de conciliar con la ola progresista que se extendió por América Latina y el Caribe en esos años y, salvo en Venezuela, donde otros intereses determinaron pocos márgenes para el diálogo, hasta en Cuba la administración Obama aplicó el llamado “poder suave”, con vista al control de daños en la región.
Aunque Biden no es Donald Trump y su política no está dirigida a promover el empoderamiento de la extrema derecha en el subcontinente, no se aprecia una política de conciliación con el progresismo, similar a la llevada a cabo por Obama.
A pesar de que el péndulo político latinoamericano otra vez se inclina hacia la izquierda, se trata de una realidad que Estados Unidos no parece dispuesto a aceptar y la “mano dura” estadounidense rige en las relaciones con estos países.
Los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua son los más evidentes, pero más de una vez el mexicano López Obrador se ha quejado de la interferencia norteamericana contra su gobierno, Lula no ha recibido la acogida que le dio Obama como “fuerza estabilizadora en el continente” y las presiones contra Fernández, sobre todo a través del FMI, han sido constantes, en la esperanza de un cambio de gobierno en las próximas elecciones.
Parece que el único “progresista” que se salva es Boric en Chile, en pago por mostrarse particularmente cariñoso con Estados Unidos.
Ni siquiera gestos diplomáticos, como la inclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua en la pasada Cumbre de las Américas, una exigencia de la mayoría de los países de la región, o la asistencia de Biden a la cumbre de la CELAC, donde fue invitado por el presidente Fernández, han encontrado espacio en la política norteamericana, aun a riesgo de poner en peligro el funcionamiento del sistema panamericano.
Esta política es el reflejo de una estrategia a escala global que, con matices determinados por su propia realidad interna, busca frenar el deterioro de la hegemonía estadounidense a escala mundial, mediante la aplicación del “poder duro”, pero en su versión menos comprometedora.
Ello consiste en evitar las intervenciones militares directas, sin desmovilizar el aparato bélico nacional ni afectar el presupuesto del Pentágono, como ocurre en el caso de la guerra en Ucrania.
A su vez, la mano dura de la política norteamericana se aplica contra todo aquel que no se subordina a sus designios.
Alrededor de 25 países son objetos de sanciones norteamericanas en estos momentos y estas sanciones se extienden a las entidades y ciudadanos de terceros países que no cumplen las disposiciones estadounidenses.
La propia ONU ha señalado la ilegalidad de este proceder: “Estados Unidos lleva años imponiendo sanciones a personas y entidades sin jurisdicción penal nacional y en ausencia de jurisdicción universal», declaró en marzo pasado Alena Douhan, relatora especial de la ONU.
«Se trata de una clara violación del derecho a las garantías procesales, incluida la presunción de inocencia y el derecho a un juicio justo», dijo la funcionaria, quien subrayó que estos derechos están garantizados por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que Estados Unidos ha ratificado y debe aplicar plenamente.
«Las sanciones se dirigen contra individuos en el extranjero por presuntas actividades fuera de Estados Unidos, incluidas actividades que son legales donde ocurren», añadió Douhan, quien también señaló que las sanciones secundarias ocurren cuando éstas se dirigen contra personas y empresas extranjeras por su presunta interacción con las partes penalizadas o por evadir los regímenes de sanciones.
Bajo la dirección de un equipo de gobierno que asumió el poder queriendo imitar a Franklyn Delano Roosevelt y ha terminado pareciéndose a Harry Truman, Estados Unidos apuesta por reconstruir un orden mundial unipolar, que implica sacar del juego a su principal competidor, dígase China, e imponer su dominio sobre cualquier país o grupos de países que no se atenga a sus directrices.
La diferencia es que si Truman inventó la guerra fría con base en el enorme poderío económico y militar de ese país, así como el prestigio político de Estados Unidos por su contribución a la derrota del fascismo, Biden lo intenta desde la decadencia de estas capacidades y el descrédito norteamericano, en ocasiones como resultado de sus propios problemas de gobernabilidad nacional y la calidad de sus dirigentes.
No parece sensato esperar un cambio de esta política cualquiera sea el resultado de las próximas elecciones, porque se trata de una visión del establisment respecto a preservar sus propios intereses y nada indica que, a corto plazo, ocurrirá un fenómeno que cambie esta realidad.
Los gobiernos progresistas de América Latina y el Caribe tendrán que continuar enfrentando la intolerancia norteamericana y verse sometidos a presiones y agresiones que dificultan su estabilidad.
Está demostrado que, cuando no funciona a su favor, la derecha es quien primero rompe con los cánones de la democracia representativa o desvirtúa su funcionamiento, también que solo los gobiernos progresistas que cuentan con la lealtad de las fuerzas armadas son los que han podido mantenerse en el poder.
La buena noticia es que pierden hoy y ganan mañana, porque Estados Unidos tampoco es capaz de enterrar para siempre a las fuerzas populares.
* Historiador, profesor e investigador cubano, especialista en relaciones Cuba–EEUU. Doctor en Ciencias Históricas con una decena de libros publicados.