ORIGEN E ITINERARIOS
Por GUSTAVO ESPINOZA M. (*)
Si bien los orígenes del movimiento obrero peruano, e incluso el surgimiento de sus primeras organizaciones representativas, puede situarse en la segunda parte del siglo XIX, es con el advenimiento de Mariátegui que el proletariado toma forma en nuestro país, y adquiere elementos de una conciencia de clase que va a desarrollar en importantes y decisivas luchas a todo lo largo del Siglo XX.
Mariátegui está, entonces, en el punto inicial, aunque cronológicamente hablando, éste adquiere un cierto nivel de importancia a partir de 1905 cuando, por primera vez se celebra en nuestra patria una concentración proletaria por el 1 de Mayo, considerado ya el Día Internacional de los Trabajadores, en homenaje y reconocimiento a los Mártires de Chicago.
José Carlos Mariátegui, un niño, en ese entonces de apenas 11 años, vivió precisamente en Huacho, el lugar de aquella expresión obrera. Y tal vez tuvo en su adolescencia, afectada por el mal que finalmente lo conduciría a su temprana muerte, informaciones y noticias que despertaron su interés, dado que -en efecto, poco tiempo después se vinculó a las grandes movilizaciones de enero de 1919 que permitieron se consagrara en el Perú la Jornada de las 8 Horas.
Ese año, el Amauta era tan sólo un empeñoso y sacrificado periodista que buscaba un derrotero para orientar su vida. Un año antes -él mismo lo diría- asqueado de la política criolla, se había orientado resueltamente hacia el socialismo. Y por esa convicción y voluntad había vuelto los ojos a la naciente organización proletaria y a sus primeras luchas.
Mariátegui y el movimiento obrero:
Mariátegui fue, como se recuerda, asesor de la Federación Gráfica del Perú y en su condición de hombre de prensa y activista social, desde las páginas del diario “El Tiempo” respaldó con entusiasmo la lucha obrera por la Jornada de 8 horas, que culminó victoriosamente. Ayudó también a los trabajadores textiles y a los portuarios, convencido, como estaba, de la necesidad de un cambio profundo en la vida social peruana.
Eran, sin embargo, los años del predominio anarquista, de los círculos obreros, de la insurgencia de los gremios y también del nuevo mensaje de clase, que llegaba a América a partir de la experiencia victoriosa de la Revolución Socialista de Octubre en el viejo Imperio de los Zares.
La lucha de enero de 1919, la publicación, por parte de Mariátegui, del diario “La Razón” y el surgimiento de las primeras estructuras clasistas del movimiento obrero, fueron como imágenes sucesivas en este convulso periodo de nuestra historia patria. Pero ella, de alguna manera, se detuvo en 1919, cuando Augusto Bernardino Leguía asumió la dirección del país e impuso una férrea dictadura que duraría 12 años y que sirvió como instrumento de la así llamada “Patria Nueva”, versión optimista de la República Aristocrática en todo su esplendor..
Ya en 1918 Mariátegui tenía los elementos embrionarios de su acción definitiva: estaba ligado a la clase obrera, tenía vínculos concretos y certeros con calificados líderes sindicales, había reivindicado su opción socialista y tenía en sus manos órganos de expresión prestos a librar la “batalla de ideas” que se tornaba esencial desde aquella época.
No obstante, el advenimiento del régimen leguiista truncó el proceso natural del desarrollo del movimiento y colocó al país ante un nuevo escenario. En octubre de 1919 el propio Mariátegui se vio forzado a viajar a Europa en busca de otros horizontes. Tendría allí una experiencia en extremo valiosa que signó sin duda una etapa rica en acontecimientos sociales.
Bien se ha dicho que en el viejo continente, Mariátegui hizo su verdadero aprendizaje. Recordemos que él mismo subrayó en sus propias palabras que allí había buscado una nueva realidad, pero pudo conocer mejor la nuestra.
Sus vínculos con el proletariado europeo, su ligazón estrecha con la intelectualidad progresista de la época encarnada en personalidades descollantes con Henri Barbusse o Romain Rolland, y su acceso al ideal socialista que afloraba con fuerza en el marco de la Ola Revolucionaria de los años 20; le dieron a Mariátegui un escenario muy vasto y una más clara comprensión del mundo y de la vida.
Pudo, en efecto, hurgar los fenómenos de su tiempo: la crisis mundial y la descomposición del sistema de dominación capitalista, la secuela de la guerra en el alma de los hombres y de los pueblos, la afirmación de la unidad proletaria y el proceso de formación y desarrollo de los Partidos Comunistas en el plano internacional.
Por su propia experiencia, en su polémica con Henri De Man, Mariátegui diría: “Marx está vivo en la lucha que por la realización del socialismo libran, en el mundo, innumerables muchedumbres, animadas por su doctrina. La suerte de las teorías científicas o filosóficas, que él usó, superándolas y trascendiéndolas, como elementos de su trabajo teórico, no compromete en lo absoluto la validez y la vigencia de su idea. Esta es radicalmente extraña a la mudable fortuna de las ideas científicas y filosóficas que la acompañan o anteceden inmediatamente en el tiempo”
A partir de su identificación racional con la concepción socialista y con su práctica concreta recogida en la experiencia leninista de Rusia, se trazó lo que serían sus tres tareas esenciales que marcaran su retorno: la introducción de las ideas socialistas, la unificación sindical de los trabajadores peruanos y la formación de la estructura política de la clase obrera, su Partido revolucionario.
Estas tareas, como se recuerdan, pudieron haberse emprendido desde marzo de 1923, pero los problemas de salud que lo afectaron trabaron esa posibilidad. Y por eso, el accionar de Mariátegui debió reconocer un retraso. Si bien comenzó sus conferencias en las Universidades Populares Gonzales Prada en junio de 1923 no pudo mantener el ritmo de sus encuentros con los trabajadores dada la crisis que le afectara severamente.
Sólo en noviembre de 1925 alcanzó a publicar su primer libro –“La escena contemporánea”; en 1926 iniciar la publicación de la revista Amauta; en 1928 fundar el Partido Socialista, y en mayo de 1929 dar nacimiento a la Central de Clase del Proletariado Peruano, la CGTP.
Toda la obra de Mariátegui estuvo signada por su propia vocación: “No soy un crítico imparcial ni objetivo –dijo en el prólogo de los 7 Ensayos- Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos, de mis pasiones. Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano. Estoy lo más lejos posible de la técnica profesoral y del espíritu universitario”
El núcleo fundacional del Partido
Es claro que su enorme trabajo social, no lo hizo solo. Pero es cierto que el núcleo que se ligó a él, no constituía una estructura consolidada. En lo fundamental, eran jóvenes que se abrían a la vida al calor del impulso de Mariátegui, pero además, bajo el aliento de las nuevas ideas que soplaban de la vieja Europa.
Por eso se dice -y es verdad- que si algo le faltó a Mariátegui, fue tiempo para afirmar su liderazgo pero, sobre todo, para consolidar el pujante núcleo que estaba en proceso de formación y que quedó en buena medida trunco por los avatares de la lucha social de ese periodo.
Mucho se ha discutido en el país el sentido del aporte de Mariátegui. En el marco de esos debates, han surgido dos temas que vale la pena abordar: la concepción ideológica del Partido del Amauta, y la calidad del núcleo revolucionario que lo integró, y que no pudo mantenerse luego del deceso de su mentor.
A partir de la denominación del Partido de Mariátegui surgieron en el nuestro país innumerables debates. Incluso hoy, ellos tienen vigencia.
Si Mariátegui llamo a su estructura política “Partido Socialista” -suele decirse- es porque él, era socialista; y no comunista. De haber sido comunista, lo habría llamado más bien “Partido Comunista” como -se sostiene además- se lo exigía la Internacional Comunista y, en particular su Buró Sudamericano.
De esa formulación se han desprendido numerosas derivaciones. Por un lado, se ha buscado negar el pensamiento del Amauta. Y, por otro, se ha pretendido descalificar a la IC enfrentándola a Mariategui, a quien se ha buscado presentar como una suerte de “rara avis”, portador de una concepción “nacional” del socialismo.
Esto último, se sustentó tomando como referencia una frase que después se repitió hasta el cansancio: “el socialismo, en el Perú, no será calco ni copia, sino creación heroica”.
Es una verdad indiscutible, en efecto, que el Partido fundador el 7 de octubre de 1928, se llamó “Partido Socialista”. Constituiría una necesidad negarlo. Pero es cierto también que ese Partido tuvo una declaración programática y documentos concretos que atestiguan de manera indubitable que se adhirió a las concepciones del marxismo-leninismo, que reconoció su papel como vanguardia revolucionaria del proletariado, que definió su ideal como la construcción de la sociedad socialista, que saludó como su paradigma a la Revolución Rusa, que se identificó expresamente con la figura de Lenin, a quien consideró guía indiscutido de la Revolución Mundial, y que se sumó a la III Internacional, fundada por éste en 1919. Con todos estos elementos, no era en absoluto necesario que llamara a su Partido, “Partido Comunista”. Objetivamente lo era. Incluso Jorge Basadre, expresamente lo reconoce.
“Se discute mucho, y se seguirá discutiendo en el Perú acerca de si Mariátegui fue el fundador del Partido Comunista, o no. En realidad, la polémica carece de objeto. Mariátegui no estuvo en desacuerdo fundamental con los dirigentes del comunismo internacional; su discrepancia fue sólo de orden táctico, inmediato, incidental. Entre sus últimos escritos, publicados poco antes de su muerte estuvieron la respuesta a un cuestionario sobre la inquietud propia de nuestra época y su comentario al libro de Panait Istrati sobre la Unión Soviética. En el primer artículo Mariátegui diserta una vez más sobre la muerte de los principios y d que constituían el Absoluto burgués y sobre la pérdida de moral de la burguesía ; y en el segundo trata de explicar despectivamente las censuras de Istrati a la realidad soviética, con simpatía evidente hacia ella. Mariategui no cambió, pues, en nada su pensamiento en víspera de morir”. Así lo reconoce expresamente el historiador de la República-
El otro tema tuvo que ver con sus vínculos con la IC, y en particular con el Buró Sudamericano. Quienes cuestionan el tema parecieran no darse cuenta que el Buró Sudamericano no era -nunca fue- una estructura monolítica ni definitiva. Fue la expresión episódica de un proceso en formación. Y respondió, por eso, a las más diversas influencias entonces en boga. Caracterizarlo como “ortodoxo” o “estalinista”, implica no sólo negar su esencia, sino también distorsionar la realidad: las orientaciones de la IC y de su instrumento en la región cambiaron según fueran los núcleos dirigentes que ejercieron una muy coyuntural presencia en cada momento del proceso social latinoamericano.
Cada quien aportó su precaria experiencia -eran todos muy jóvenes- y abordó temas nuevos, inéditos en el análisis de la realidad continental. Nadie tuvo la verdad absoluta ni fue propietario de la interpretación acabada. Todos aportaron elementos en un debate múltiple en el que ciertamente se contrastaron aciertos y errores.
Pero el otro tema de fondo, fue el referido al núcleo dirigente que coincidió con Mariátegui en la formación del Partido. Aunque también hubo aquí un proceso de formación y decantación, hay que recordar que los hombres que llegaron a la casa de Barranco para declarar fundado el Partido, fueron apenas nueve como ocurriera en su tiempo con Lenin cuando creó en diciembre de 1895 en Petersburgo la Unión de Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera, verdadero embrión del Partido Marxista Revolucionario: Mariátegui, Portocarrero, Navarro, Hinojosa, Borja, Martínez de la Torre, Regman, Castillo y Chávez León. Estos dos últimos, unidos a Alcides Spelucín -luego aprista- y Teodomiro Sánchez, se aportaron prácticamente desde el inicio de la experiencia subrayando precisamente su divergencia con el marxismo leninismo.
A la muerte de Mariategui, ya estaba virtualmente decantado el escenario. Quienes lo sobrevivieron -de este núcleo- fueron 6: Portocarrero, Navarro. Hinojosa, Borja, Martínez de la Torre y Regman.
Del grupo de “los seis”, Martínez de la Torre abandonó la tarea con relativa prontitud, no sin ates dejar un testimonio de gran valor: sus apuntes para una interpretación marxista de la historia social del Perú. Portocarrero se mantuvo en el plano sindical, pero luego fue ganado por la prédica de Ravines que lo influyó decisivamente. Regman se dedicó a su actividad privada, Avelino Navarro afrontó con singular coraje los retos de la represión y murió joven, en 1939, en tanto que Borja e Hinojosa mantuvieron su condición obrera sin marcada presencia partidista.
Pero ya en ese momento se habían integrado algunos otros que pasaron a cumplir un rol preponderante: Eudocio Ravines, Hugo Pesce, Nicolás Terreros, Lino Larrea, Eliseo García, Antonio Navarro Madrid y Jorge del Prado, entre otros.
Ravines, Navarro Madrid y Lino Larrea compartieron con Portocarrero una misma opción aunque ciertamente con distinta responsabilidad. Ella, en lo fundamental, los condujo en su momento a colaborar con los exportadores y los militares más reaccionarios en la quiebra del orden constitucional en 1948, a partir de un antiaprismo sin principios, al lado de Pedro Beltrán y Odría. Terreros desertó por su cuenta de la vía revolucionaria en tanto que Hugo Pesce dedicó su principal aporte a la medicina y a la academia. Eliseo García trabajó en el movimiento sindical, en tanto que Jorge del Prado heredó, en los hechos el legado político, y partidista, de Mariátegui, quien muriera en abril de 1930.
Del Prado y la herencia política del Amauta
Por eso bien puede decirse que la vida del ex senador comunista, cuyo centenario acaba de recordarse se entronca con dos grandes vigas: la presencia del Amauta en el accionar de nuestro tiempo y la historia del movimiento obrero en el siglo XX pero, sobre todo, a partir de 1930,.
El ingreso de Del Prado en la política puede situarse, cronológicamente hablando, en 1918 en Arequipa, pero sigue luego en Lima al lado del autor de los “7 Ensayos…” en 1929, cuando se liga al proletariado minero del centro. A la muerte de su maestro, Del Prado vuelve a las minas con motivo de la gran huelga de agosto de ese año, convulso por cierto, que se cerrará con un ominoso baño de sangre, la Masacre de Malpaso en el mes de noviembre.
Desde un inicio Del Prado debió afrontar muy directamente la secuela de la represión. Es claro que él no fue el único que la sintió en carne propia, pero sí fue uno de los pocos que la resistió a lo largo de los años, afrontando como consecuencia de ello las más crueles adversidades.
Detenido en 1932, fue confinado en los campos de concentración de Madre de Dios con Avelino Navarro, quien contrajo el mal que siete años después apuraría su muerte; con Eliseo García y otros. Del Prado pudo huir atravesando clandestinamente la frontera con Bolivia, y ponerse a un precario buen recaudo.
El movimiento sindical, siguió su marcha. Como se recuerda, en 1931 arreció en el país la lucha de clases, y en marzo de 1932 el gobierno en entonces ilegalizó la CGTP. Sus principales dirigentes fueron perseguidos y encarcelados, como había ocurrido antes con Julio Portocarrero, quien fuera confinado en su momento en el hoy inexistente Penal de la Base Naval de San Lorenzo.
En esta etapa, por lo demás, Eudocio Ravines -que se comportaba ya como un agente encubierto de la reacción en las filas de los comunistas- emprendió una campaña contra Mariátegui, acusándolo de ciertas “deformaciones pequeño burguesas”, que ayudó a confundir a los todavía poco iniciados revolucionarios peruanos.
Entre ellos, sin embargo, no estuvo Del Prado, que nunca se llamó a engaño y que, en la medida de sus aun precarias fuerzas, contrarrestó esta ofensiva. Probablemente consciente de eso, diría años más tarde en el prólogo a su libro “Los años cumbres de Mariátegui!: “Siempre aspiré a recoger los recuerdos que el Amauta dejó grabados en mi ser; los pensamientos que pudo captar mi cerebro de su palabra viva, hablada, y el reflejo proyectado por su personalidad en el acaecer histórico.-social del Perú de los años 1928-1930…”
En 1935 se selló el periodo de recuperación del movimiento. Los comunistas formularon un llamamiento concreto: “¡Volver a Mariátegui!” como una manera de celebrar jubilosamente el 1 de Mayo y enfrentar la dictadura del Mariscal Oscar R. Benavides. Era el reencuentro con el maestro, pero también una revaloración indispensable, de quien había aportado los pilares básicos de nuestro movimiento.
A ese esfuerzo se sumaron muchos, sobre todo en el movimiento obrero. La clandestina dirección sindical de la CGTP decretó un Paro de 24 horas para conmemorar la Jornada Mundial de las 8 horas, y el grueso de los dirigentes de entonces fueron confinados por ello -luego de enfrentar la represión policial desatada por el régimen- en la Intendencia de Lima. Isidoro Gamarra –líder de la Construcción desde aquellos años-, Genaro Carnero Checa, periodista; Asunción Caballero Méndez, dirigente estudiantil de la época; fueron algunos de los afectados por la jauría gobernante.
Del Prado, poco después, fue a dar a la cárcel. Sometido al imperio de la ley 8505 y puesto a disposición de los primeros Tribunales Militares que juzgaban en aquellos años los delitos de “subversión”, fue condenado a cinco años de cárcel en 1937, logrando recuperar su libertad al cumplir su condena, a fines de 1941.
En 1942, el Primer Congreso del Partido Comunista Peruano sancionó la expulsión de Eudocio Ravines y abrió un marco de renovación para el proceso peruano. Este, que se radicó en Chile luego de huir de España en 1936 aterrado por la Guerra Civil, se desenmascaró pronto y quedó al descubierto, sin que nadie abogara por su causa.
Los primeros cinco años de la década del 40 estuvieron signados por la II Gran Guerra y por su incidencia en el escenario mundial, y latinoamericano. En el periodo, los sindicatos jugaron un papel preponderante al integrar la Confederación de Trabajadores de América Latina -la CTAL- bajo la conducción del mexicano Vicente Lombardo Toledano. La victoria de la URSS en la guerra abrió camino a una nueva esperanza y en el Perú ella anidó en la victoria del Frente Democrático Nacional y en el advenimiento del mandato de José Luis Bustamante y Rivero, al que no fueron ajenos los comunistas, en cuya primera fila se destacaba ciertamente, Del Prado.
Tampoco fueron ajenos, por cierto, a la recomposición del movimiento sindical. El 1 de mayo de 1944 se reunió la organización de los trabajadores y la naciente CTP reemplazó transitoriamente a la CGTP, que solo fue reconstituida muchos años después. Como se recuerda, la experiencia estuvo precedida por el recordado “Pacto de Santiago”, suscrito en la capital chilena en 1943 con motivo de la visita que hiciera una delegación sindical peruana al congreso de la Central Obrera del país hermano.
El complejo itinerario de la lucha obrera
La primavera del 45 duró poco. Acosada por los exportadores y los militares y saboteada desde adentro por la dirección sectaria y hegemónica del APRA, cayó en el oscuro hueco de la iniquidad y fue sucedida por una cruel dictadura, la del general Odría, inscrita sin duda en el cuadrante de la “guerra fría” y la política yanqui en la región, que impuso regimenes similares de otros países: Rojas Pinilla en Colombia; Pérez Jiménez en Venezuela; Fulgencio Batista en Cuba.
Con los sindicatos proscritos y los dirigentes clasistas liderados por Isidoro Gamarra, Emiliano Huamantica, Raúl Acosta, Simón Herrera Farfán, José Apaza Mamani y otros, tras las rejas; la lucha se hizo más difícil y compleja alcanzando incluso en determinadas circunstancias explosiones populares en las que se impuso el uso de las armas. Así ocurrió en Arequipa, en junio de 1950. También en esa etapa la CTP fue ilegalizada y cruelmente reprimida.
Asediado por el régimen, una vez más Del Prado se vio precisado a huir del país. Bolivia, Argentina y Brasil estuvieron esta vez en su itinerario de luchador clandestino.
El fin de la dictadura y la apertura formal de una muy recortada democracia burguesa abrió otra vez la puerta para la recomposición del movimiento sindical peruano. En abril de 1956 el II Congreso de la CTP fue escenario de una dura pugna en la que finalmente se impuso el cubileteo aprista por encima de la voluntad unitaria de los trabajadores. Se abrió así una compleja etapa en la que la Unidad Sindical pendió de un hilo.
La lucha de los trabajadores contra el régimen de La Convivencia fueron años de una dura confrontación con el APRA. El amarillaje se impuso como política oficial en las filas del Partido Aprista al tiempo que la “fuerza de choque” de la estructura partidaria dio lugar a confrontaciones callejeras de diverso signo. El desenlace del proceso trajo, no obstante, la reunificación del movimiento sindical bajo el signo del clasismo. Fue ese el sentido del I Congreso Nacional de la Confederación General de Trabajadores del Perú, que tuvo lugar en Lima en junio de 1968.
En aquellos años el movimiento popular desarrolló un vigoroso proceso de acumulación de fuerzas. Si en el plano político este se expresó en una etapa en la formación del Frente de Liberación Nacional y en otra en el surgimiento de Unidad de Izquierda, en ambos el programa reflejó una sentida y legítima demanda popular: recuperación del petróleo, reforma agraria, amnistía general, derogatoria del artículo 53 de la Constitución vigente y establecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales con todos los países del mundo.
A poco tiempo de estos significativos episodios, el país se vio sorprendido por el advenimiento de un gobierno distinto, encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, militar patriota de limpia ejecutoria institucional.
El desarrollo de los acontecimientos y la evolución de la lucha de clases fue lo que signó al movimiento. Un discurso originalmente nacionalista, derivó pronto en un accionar antiimperialista definido y en un proceso de profundas transformaciones sociales. La CGTP, convocada en esa circunstancia por la historia, supo asumir su papel con honor, bajo la certera conducción de los comunistas, cuyo Partido lideró Del Prado en toda esa etapa.
Pero la historia no acabó en el Perú con el proceso de Velasco. Las cartas de la reacción se jugaron con fuerza y la situación cambió radicalmente a partir de agosto de 1975. El hecho, generó una nueva agenda para los trabajadores.
Quizá si el punto inicial de la misma fue el Paro Nacional del 19 de julio de 1977 que mostró, por un lado la firme voluntad de lucha de los trabajadores y por otro, la pérfida crueldad de los patronos que de un solo tajo, y en aplicación de los Decretos Legislativos 010 y 011 descabezaron al conjunto del movimiento despidiendo en tan solo 24 horas a más de cinco mil dirigentes sindicales de todos los niveles. Fue ese, sin duda, un golpe demoledor contra el movimiento obrero, insuficientemente respondido en su momento.
En la ruta del futuro
A partir de 1978 asomó una nueva etapa de la historia nacional. La elección de una Asamblea Constituye en la que, a partir de las filas del Partido Comunista, levantaron sus banderas figuras emblemáticas del movimiento, como Jorge Del Prado, Isidoro Gamarra y Raúl Acosta, alentó un proceso de recuperación de la fuerza sindical, pero el retorno al Poder de los partidos tradicionales, a partir de 1980 generó una nueva crisis. Pero en ese contexto, ya el Partido Comunista estaba ubicado en la arena oficial.
Jorge Del Prado desempeñó sus funciones parlamentarias durante 13 años, entre años. Constituyente en 1979, fue luego Senador de la Republica en tres periodos consecutivos: 1980, 1985 y 1990. El Golpe de Fujimori -el 5 de abril de 1992- puso abrupto fin a su función legislativa.
En todo este periodo, Del Prado entregó su actividad con las luchas concretas de los trabajadores. En una circunstancia -marzo de 1983- estuvo a punto de perder la vida afectado por un atentado que lo dejó seriamente lastimado. Nunca se arredró, sin embargo. Antes, y después, estuvo siempre en la primera fila de la lucha social combatiendo al lado de algunos otros parlamentarios comunistas o de otras tiendas de la izquierda peruana.
No fue por cierto un parlamentario adocenado ni un funcionario estatal carente de moral ni de principios. Por el contrario, fue siempre un ciudadano empeñado en dar ejemplo de pulcritud y de coraje.
Por eso nuca sus enemigos pudieron esbozar contra él el menor ataque en materia de manejo de los recursos públicos ni en el desempeño de la función congresal. El era consciente que su prestigio como persona se proyectaba también en provecho de su Partido y de su Clase.
Por eso vivió los últimos años de su vida en condiciones precarias y sin apoyo estatal alguno.
Dedicó todo su esfuerzo a pensar y a escribir alentando la lucha obrera y expresando su solidaridad activa con los trabajadores. De eso pudieron, en su momento, dar testimonio fehaciente dos emblemáticas figuras del movimiento obrero peruano: Isidoro Gamarra y Pedro Huilca Tecse. Este último –como se recuerda- galardonó a Del Prado con la Medalla de Honor de los Trabajadores de la Construcción en 1991, poco tiempo antes de caer abatido por las balas asesinas de la Clase Dominante.
La vida de Jorge del Prado, como puede apreciarse, se entroncó de comienzo a fin con la lucha de los trabajadores, con sus inquietudes, sus expectativas y sus necesidades básicas. Cada agresión contra los sindicatos, fue un ataque a la figura del revolucionario que evocamos. Y cada recuperación de los trabajadores fue una medalla inscrita en el pecho de este valeroso y emblemático combatiente del campo popular.
Por eso cuando en el año 2002, por iniciativa de la Congresista Gloria Helfer, el Poder Legislativo le hizo un merecido reconocimiento en su memoria, dijimos que el recuerdo de Del Prado debía ser una piedra más que ayude a los peruanos a construir el camino del futuro, que deberá ser, ciertamente, un camino de libertad y de justicia. (fin)