HOMENAJE A CONSTANTINO CARVALLO

UNA VIDA DE ACCIÓN Y PENSAMIENTO

Manuel Valdivia Rodríguez

En el año 2005, Constantino Carvallo publicó un libro fundamental para el pensamiento sobre educación, Diario Educar, cuyas páginas había escrito en el transcurso de varios años, en los tiempos seguramente breves que le dejaban sus actividades docentes, principalmente las que desempeñó como director de una institución educativa ejemplar, Los Reyes Rojos, que fundó en 1978.

 Diario Educar no es un libro orgánico, planificado como tal: Es, más bien, un conjunto de páginas que dan testimonio de reflexiones, en ocasiones teñidas por la angustia, surgidas del contacto cotidiano con los alumnos y maestros de su colegio.

Este libro tiene pocos antecedentes en la literatura pedagógica. Uno de ellos, el más cercano, es Vida un Maestro, escrito por otro gran educador latinoamericano, Jesualdo Sosa (1905-1982). Jesualdo -así firmaba sus obras- escribió su libro a manera de un diario, al margen de sus labores en una humilde pero hermosa escuela unidocente rural, en Canteras del Riachuelo, lejano pueblo uruguayo de trabajadores mineros.

Constantino Carvallo hizo algo parecido, en el marco de un colegio de gestión particular, ubicado en Barranco, un barrio tradicional de la Lima que se va.

Si bien las circunstancias no son comunes, hay algo que las trasciende y que establece estrechos vínculos entre los textos de ambos educadores: la energía espiritual que anima la vida de dos personas que no podrían haber sido otra cosa que maestros, maestros de escuela, como diría José Antonio Encinas.

Es así porque sus libros, tan plenos de ideas, han surgido de la vida real, con lo cual se cumplía algo que deseaba Emilio Barrantes: que la pedagogía emane de la vida misma

En las notas que recoge en Diario Educar, Carvallo ha tocado muchos temas, las más de las veces en pocos párrafos, pero siempre con profundidad.

Los asuntos sobre los cuales hace alguna acotación por lo general se desprenden de sucesos escolares, que en el caso de otros docentes hubieran causado solamente una leve ráfaga de preocupación pero que, en Carvallo, fueron motivo de reflexiones iluminadoras.

Carvallo, que a lo largo de sus textos se revela como lector infatigable, cita una frase de John Stuart Mill, quien define el quehacer educativo como «el contacto del alma humana viviente con el alma humana viviente”.

Esta cita es una clave para un acercamiento al ideario de Carvallo. En lo escrito sobre educación durante el siglo pasado y el actual, pocas veces se ha empleado la palabra «alma»; Carvallo no teme usarla.

En una ponencia que expuso en la Pontificia Universidad Católica del Perú, Carvallo dice lo siguiente: «No tengo, la verdad, una idea muy clara de qué sea el alma. Por alguna razón es una palabra que tiene un sonido y quizá un significado más hermoso que ‘mente’ o que psiquis o que ‘corteza cerebral’ y me parece más cercana, más propia, más encarnada, que la palabra espíritu”. Y en ese sentido usaba el término cuando lo incluía es sus escritos.

Para Carvallo, la labor del maestro es un esfuerzo por llegar al alma de los niños y adolescentes, esfuerzo no exento de obstáculos. «[…] todo lo que tenemos para educar -dice Carvallo- es el cuerpo. ¿Cómo llega un alma a acercarse a otra si su tacto está limitado por su piel, si no mira sino materia y conducta?». Porque, a fin de cuentas, solo esa superficie de la persona es lo que se ve en la escuela, que no puede ir más allá.

Esta barrera, difícil de sortear, hace espinosa la tarea docente. «Y el oficio desgasta y cansa como ningún otro -dice Carvallo- porque alma y cuerpo se entregan sin tregua al cuidado atento del prójimo, a la generosidad multiplicada, al combate gigantesco con uno mismo para entregar siempre lo mejor».

Las formas de relación con los alumnos son importantes: «la voz del maestro, su tono, su textura, su ritmo, dice más que las palabras mismas y abre o cierra el complicado sendero hacia el corazón de otro». No quiere decir que el maestro sea uno más de la clase escolar; no se trata tampoco de que desaparezca en un rol de simple facilitador, como se acostumbra a decir en nuestros tiempos. El docente debe cumplir su función, que es educar, sabiendo sin embargo que se halla en la otra orilla: “El mundo del maestro, a menudo, no es el mundo de los muchachos. Son dos esferas que apenas si se tocan cuando los alumnos simulan durante unas horas pertenecer al mismo bando […] El esfuerzo educativo nos lleva a meternos en el mundo de los jóvenes, intentar ser más listos que ellos. Y a veces nos lo permiten y allí vamos con nuestras torpezas, hablando un lenguaje que no es el nuestro, involucrándonos en sus cuitas y sus asuntos. Luego, por la noche, la máscara se agrieta y cae dejando al descubierto nuestros ojos abultados». Carvallo llegó por su cuenta a lo que sostenía Emile Chartier «Alain», un clásico de la pedagogía francesa: «La escuela es una cosa natural. El pueblo niño vuelve a encontrarse ahí en su unidad; y es también una ceremonia el aprender; pero es necesario que el maestro sea un extraño y permanezca distante; en cuanto se acerca y quiere hacerse el niño, se produce el escándalo».

Durante el tiempo de trabajo con niños y adolescentes, los maestros no dejan de establecer hilos sentimentales con sus alumnos. Es frecuente apreciar la congoja que sufren cuando las promociones con que trabajaron dan fin a su permanencia en la escuela. Carvallo sabe que eso es así, inevitablemente, pero levanta una advertencia: «El amor pedagógico es de algún modo abstracto. Se quiere a la infancia, a la juventud, a todos por el solo hecho de ser niños y alumnos nuestros. No es válido elegir solo a unos, y hay que cuidar nuestro subconsciente que anda buscando proyectarse y resucitar en algún otro yo». Este amor es una de las esencias de la profesión docente, de un oficio que «desgasta y cansa como ningún otro».

Sin embargo, Carvallo no idealiza a los maestros. Sabe, por experiencia personal, que, junto con maestros excelentes, hay profesores difíciles de tratar, autoritarios, díscolos, poco afectos al trabajo. Y tampoco idealiza a los alumnos. En las anécdotas que relata menciona a muchachos y muchachas que despiertan su aprecio, pero cita también muchos casos que de veras lo impacientaron. Es la suya una visión realista de las cosas. y esa visión por momentos alimenta su perplejidad.

Para él, la pedagogía y la teoría educacional son valiosas, pero limitadas. Brindan orientaciones y derroteros, pero no tienen respuestas para todo.

El maestro es un profesional conocedor de su oficio, pero frente a problemas inusitados tiene que reaccionar con respuestas novedosas. «Cada día tiene su afán» -dice la sabiduría popular- y eso es todavía más cierto en el quehacer docente. Por ello resulta tan fácil caer en la fatiga y, a veces, en el desaliento. «No hay método, no hay sistema -llega a decir Carvallo-, el buen maestro no tiene doctrina. Su difícil trabajo es, como el psicoanálisis de Lacan, “una aventura singular permanente».

Carvallo trabajó varios lustros dirigiendo el colegio Los Reyes Rojos y participó en un proyecto original vinculado a un club de fútbol limeño; ambas labores le permitieron tener relación con centenares de jóvenes.

Tuvo por ellos la fe que debe caracterizar al maestro. Lo dice citando a Emile Cioran: «No podemos educar sin tener fe en el futuro, sin creer que ese niño puede ser mejor y vivir mañana también en un mundo mejor”. No obstante, hubo en su vida muchas ocasiones en que los estudiantes le ocasionaron disgusto y desilusión. Incluso tuvo que aplicar sanciones. Por eso dice «No cabe duda de que la educación debe reprimir, sancionar, prohibir. El niño robó, pegó, molestó, escribió groserías, agredió, contestó de mala manera […]” pero añade una advertencia que no debemos olvidar: «No importa lo que haya hecho; aunque se trate de los actos más graves, uno siempre debe esforzarse, al reprimir a un semejante, en negar la acción y no al niño». «Negar la acción, no al niño” termina por ser una valiosa norma de conducta docente en una realidad que no deja de tener tonalidades grises.

Sin duda, Carvallo conoce bien lo que afirman las tendencias teóricas actuales en educación. Para él. «La inteligencia es el matrimonio entre la atención y la memoria», y hay en esto una huella indudable de lo que afirma la neurociencia en nuestros días. Siendo un educador atento a las voces últimas, Carvallo retoma sin temor ideas del «movimiento por la nueva educación» de las primeras décadas del siglo XX, de aquellos días de Montessori, Decroly, Makarenko, Dewey, Kerschensteiner y de otros educadores entre los que figura, en el mismo nivel, nuestro José Antonio Encinas.

El rol del interés que fue tan notablemente destacado por la Escuela Nueva de entonces es subrayado por Carvallo ahora que andamos ya por el siglo XXI, pero con un matiz renovador y realista: «La pedagogía de la escuela nueva insistía en el interés como motor de la voluntad de aprender. Y estoy de acuerdo, pero no hay que hacer de esto un dogma. Y es que se trata de, precisamente, saber aburrirse, de postergar la satisfacción y ser capaz de caminar por el árido camino del esfuerzo».

Para interpretar rectamente esta idea conviene complementar la cita con otra del mismo libro: «El filósofo francés André Comte-Sponville lo ha dicho: ‘No se trata obtener placer en el esfuerzo. De lo contrario, el maestro se verá obligado a divertir, a entretener, a buscar formas lúdicas de hacer tragar la píldora”.

Para Carvallo, que llegó a ser un maestro querido y admirado por sus alumnos, la acción más importante no es la individual sino la ejercida la escuela como totalidad. «Mas que el maestro, quien educa es la escuela, su clima, su atmósfera. Y esta depende en buena medida de las relaciones que mantienen los maestros. Es necesario formar un equipo que comparta los mismos fines y los medios»; es decir, que comparta el proyecto educativo. Eso fue el colegio Los Reyes Rojos, un camino compartido por los maestros y padres de familia, dirigido con mano segura por un director que, en lo profundo de su ser, sufría muchas incertidumbres.

Sería por eso que su libro tiene una palabra tachada en el titulo Diario Educar y un subtitulo que es una confidencia en voz alta: “Tribulaciones de un maestro desarmado».

No se puede saber si este adjetivo se refiere a las pocas fuerzas que puede tener un maestro frente a su labor en la escuela, o a lo poco que puede hacer la escuela en una sociedad insana. Eso que lleva a Carvallo a preguntarse «¿Sirve para algo la educación? ¿Puede enfrentar esas fuerzas grabadas con fuego no sé dónde, acaso en el corazón de las personas?»

Muchos son los temas que han suscitado la reflexión de Carvallo: el papel del cine, el valor de la educación física, los linderos de la educación moral, el terrible poder de la exclusión, el daño que hace la evaluación mal entendida, el compromiso del maestro, la importancia de la transmisión como un rol del docente, la intervención de los padres, la escuela y el hogar, y muchos más.

Y todos los ha abordado compartiendo con nosotros sus certezas y sus dudas, con insobornable honradez intelectual.

En todas las páginas se respira sinceridad, hasta en aquella donde expresa su terrible premonición que, lamentablemente, se hizo cierta muy temprano: «En estos años se me ha terminado el sentimiento de inmortalidad, que me acompañó hasta antes de pasar los cuarenta, he aceptado no solo que voy a morir, que ya estoy a tiempo […]. Evito pensar en ello, pero ahora actúo sabiendo que no estoy libre de un infarto ni de una operación a corazón abierto».

Como leve consuelo frente a su muerte temprana, podemos decir de él, en su homenaje, lo mismo que escribió Antonio Machado cuando España perdió al maestro Francisco Giner de los Ríos: «¿Murió? Solo sabemos que se nos fue por una senda clara/ diciéndonos: Hacedme/ un duelo de labores y esperanzas”.

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(1) Artículo integrante del libro compilado por José Virgilio Mendo,“Desde nuestras raíces, Maestros del Perú para la educación del futuro”. (Lima, Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos 2009).