Por SERGIO ARANCIBIA ( El Mostrador
El reciente triunfo electoral del Partido Republicano en la elección para nominar consejeros constitucionales, ha sido calificada por muchos como un sunami electoral y político, y todo parece indicar que ese calificativo le viene muy bien.
En un sunami la marea crece, arrasa, destruye, mete miedo, pero finalmente las aguas retroceden y vuelven a sus niveles normales, es decir, sobrevive aquello que se corresponde en forma más permanente con las corrientes y con las capas tectónicas más profundas de la sociedad.
Sunamis parecidos se han presentado varios en el pasado reciente del país. En la votación para decidir si la ciudadanía quería o no una nueva constitución, hubo un sunami a favor de la opción sí. En la votación para elegir los miembros de la Asamblea Constituyente los independientes y las fuerzas de izquierda protagonizaron un nuevo sunami. La irrupción en la política chilena de una cosa tan rara como el Partido de la Gente se explica más o menos por las mismas razones. La elección misma del Presidente Boris tiene mucho de aquello. Pero al final del día, cuando las aguas se aquietan y la pasión del momento desaparece, la política parece volver a depender, en más alta medida, de las tendencias más profundas y determinantes que subyacen en el alma nacional.
En la política chilena actual no hay una fidelidad sostenida y previsible a ciertos líderes políticos nacionales, porque claramente no existen ese tipo de líderes en la fauna política chilena. No existe tampoco fidelidad a un partido en el cual se milite o al cual se adhiera, ni por sus símbolos, ni por sus mártires, ni por su aporte a la historia del país. Tampoco hay fidelidad a los líderes sindicales o vecinales que antaño actuaban como los agentes intermedios que comunicaban a los partidos con el estado llano o con el ciudadano de a pie.
Hay, en cambio una cuota muy alta de individualismo, de aislamiento, de carencia de vínculos sociales, de carencia de líderes políticos y una exposición superlativa a los medios de comunicación de masas, tales como la radio y la televisión y en no pequeña medida, a las redes sociales. Los elementos institucionales que otorgaban antaño un cierto sentido de identidad o de pertinencia de los ciudadanos a algo superior a ellos mismos o a su familia más directa, han reducido en alta medida su presencia y su importancia. Todo eso implica una indiferencia critica con relación a toda la política y los políticos. Nada de ello les despierta la capacidad de soñar, ni tampoco la capacidad de visualizar mejoras en su situación económica o social. En esas circunstancias, no es difícil explicarse por qué la gente termina votando armada de un cierto sentimiento de decepción o de frustración, que opte por las modas políticas, o que se sume a la fuerza del sunami, sin que nada de aquello genere un nuevo vínculo con un líder, ni con un partido, ni mucho menos con un sueño personal o colectivo.
Tampoco hay – casi por las mismas razones – una hecatombe que haya sepultado profundamente a la izquierda, ni a la centroizquierda, bajo un alud del cual no se podrán recuperar en un futuro cercano. Hubo, sin duda, una derrota, ubicada con claridad en el tiempo y en el espacio, pero de la cual se pueden recuperar en las futuras contiendas políticas. Pero ello no sucederá por obra y gracia del mero paso del tiempo, ni por la mera decepción ciudadana con el ganador de hoy en día, sino por la medida en que cada tendencia política –sobre todo las perdedoras del presente -intente protagonizar una política que tenga mucho más que ver con los sentires más profundos y permanente del alma nacional, y que no quede, por lo tanto, expuestas a los vaivenes de los sunamis políticos.
No hay triunfos duraderos ni derrotas permanentes. Cada lucha – y sobre todo las que caracterizan o determinan una época o un período largo de la historia nacional – está abierta a ser ganada por el que sintonice mejor con los sentires, temores, valores, esperanzas y frustraciones del ciudadano de a pie, o de la mayoría de los trabadores manuales e intelectuales de la ciudad y del campo; por el que sea capaz de crear sueños y sintonizarlos con las necesidades del presente; por el que tenga en el sistema político un discurso particular y diferente a lo dicen y hacen los demás; por el que sea capaz de despertar lo mejor del alma de los chilenos; por el que genere esperanzas creíbles de que las cosas pueden cambiar; por los que no se dejen seducir por la rutina de la vida parlamentaria; por los que intenten recomponer, en la medida de lo posible, el tejido social; y por último, pero no lo menos importante, por los que den las batallas que haya que dar en el campo de las redes sociales y de las modernas tecnologías de la información y de las comunicaciones, sin regalarle ese espacio a los enemigos políticos ni a los amantes de la farándula. Ahí está la madre del cordero.
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