Por Gustavo Espinoza M. |
En la larga lista de crímenes que se pueden adjudicar a los años de la violencia ocurridos en el Perú a finales del siglo XX, los sucesos de Los Molinos, una localidad cercana a la ciudad de Jauja en el departamento de Junín, ocupan un sitial preponderante.
Allí, como se supo casi en forma inmediata, el 28 abril 1989, 42 combatientes del MRTA libraron una desigual refriega al ser emboscados por 400 efectivos del Ejército y de la Marina de Guerra, que los sorprendieron cuando se trasladaban en vehículos a la ceja de selva en la intención de incorporarse a acciones armadas.
Como se dijo en la ocasión, el ejército, haciendo uso de helicópteros artillados, bombardeó a quienes se desplazaban por la carretera, obligándolos a ofrecer valerosa resistencia. Después abrió fuego graneado contra ellos, aniquilándolos sin conmiseración alguna.
Lo significativo, es señalar que luego de la contienda, no fue capturado ninguno de los sublevados, ni quedó un solo herido. Los 42 combatientes copados, perecieron en el enfrentamiento que también fue presentado como expresión del «alto grado de responsabilidad y heroísmo de nuestra Gloriosa Fuerza Armada», tal como fue consignado en los partes de la época.
Luego de los hechos, el entonces Presidente Alan García Pérez se desplazó, insuflado de soberbia, entre los cadáveres; inspirando quizá el gesto similar que años más tarde imitaría Alberto Fujimori en otro abril, en 1997, discurriendo silenciosamente junto a los restos de Néstor Cerpa y algunos combatientes del MRTA.
Cuando ocurrieron los sucesos de Los Molinos, en la Cámara de Diputados, y también en el Senado de la República, los parlamentarios de Izquierda Unida exigimos con firmeza una investigación de los hechos.
La aplastante mayoría aprista, en ambas cámaras, rechazó el pedido, asegurando que se había tratado de «una acción de guerra» que correspondía a la naturaleza del Estado -«defenderse contra la subversión»- Esa fue la versión de sus voceros parlamentarios, en la época, pero también el punto de vista de la Clase Dominante en todos sus niveles y el argumento principal de «la prensa grande», que justificó los hechos.
Hay que recordar, no obstante- que esta prensa, y en general los medios de comunicación entonces existentes, tendieron una cortina de silencio en torno a las circunstancias de lo ocurridos. Ellas, llegaron de manera episódica y parcial a conocimiento de la ciudadanía, que nunca alcanzó a conocer a cabalidad la esencia de la confrontación, en estos olvidados parajes andinos.
Todo esto nos llevó a preguntarnos, en el Hemiciclo de la Cámara de qué «guerra» se estaba hablando. Porque si se trataba de una guerra, es decir de una confrontación regular entre destacamentos armados de uno u otro signo, era indispensable exigir que ambas partes se regularan por «las leyes de la guerra», que, entre otras pautas dispone no maltratar capturados, no atormentar heridos, y dar cuenta de los muertos a sus familiares, entregando a ellos sus pertenencias y cuerpos para su resguardo y funerales.
Yo recuerdo haber aludido, en ese debate parlamentario a los Convenios de Ginebra de 1949 que establecen mínimas reglas humanitarias para el trato y protección de civiles y de combatientes en el caso de conflictos armados.
Estos convenios tienen -como es sabido- un dispositivo que es común a las partes -el artículo tercero- que dispone que uno y otro bando tienen la obligación de «tratar con humanidad, sin distinción alguna de carácter desfavorable, basado en la raza, color, religión o creencias, sexo, nacimiento fortuna, o cualquier otro criterio análogo a las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluso a los miembros de las Fuerzas Armadas que hayan depuesto las armas y las personas que hayan quedado fuera de combate, por enfermedad, herida, detención o cualquier otra causa».
Esto lo citaron ante tribunales argentinos los prestigiosos juristas Julio C Strassera y Luis Moreno Ocampo. Sus opiniones fueron escuchadas en su país, en el juicio a las Juntas Militares acusadas por la comisión de delitos de lesa- humanidad; pero no fueron oídas en el Perú por quienes hoy se rasgan las vestiduras ante el menor asomo de violencia por parte del Estado.
Nada de lo que nosotros exigimos en ese entonces, fue cumplido, porque los voceros del Partidos del Gobierno -el APRA- dijeron que se trataba de una «guerra no convencional», es decir, no sometida a las leyes de la guerra ni a disposición ni control alguno.
Era esa, por cierto, la mejor manera de darle «carta blanca» a una estructura represiva del Estado encargada de aniquilar a quienes consideraba sus adversarios. Era formalizar la «guerra sucia» que enlutó a miles de hogares en el Perú y en otros países de nuestro continente.
Los muertos de «Los Molinos» nunca fueron siquiera identificados, ni entregados a sus familiares, que tuvieron que desplegar inmensos esfuerzos para reconocer a uno u otro; y nunca recibieron siquiera los funerales a los que cualquier ser humano tiene derecho. El salvajismo de la confrontación armada se hizo notable en la coyuntura.
Pareció, en ese entonces, que en el país reverdecían los años de «zoocracia y canibalismo», a los que alguna vez se refiriera Federico More, aludiendo a sus tiempos.
Lo más grave, sin embargo fue que, más allá del odio y la vesanía que los mandos castrenses mostraron ante sus adversarios caídos, las autoridades de entonces, incluyendo ministros y al mismo Jefe del Estado, actuaran con alevosía y barbarie, consumando un verdadero crimen contra personas que bien pudieron ser reducidas y capturadas dada la inmensa diferencia cuantitativa y cualitativa entre uno y otro bando.
Esta abismal diferencia fue formalmente reconocida por los mismos mandos castrenses en esos días aciagos.
Y es que, mientras que por un lado actuaban más de 400 soldados adecuadamente pertrechados y entrenados, que contaban con auxilio aéreo y terrestre aun muy superior y armamento sofisticado; por el otro, operaban apenas 42 jóvenes, muchos de los cuales nunca habían participado en ninguna acción armada y que buscaban apenas colocarse en un lugar de la selva para comenzar a operar en una guerrilla que, en ese entonces, estaba ya extremadamente debilitada.
Fue ese el antecedente de lo que sería -años después- otra «operación heroica» de la institución armada: el rescate de los rehenes de la residencia nipona. Allí 142 comandos perfectamente entrenados y armados, aniquilaron a 14 combatientes, varios de los cuales quedaron completamente fuera de combate desde el inicio del operativo, esa tarde de un martes 22 de abril de 1997. Fue la «Operación Chavín de Huantar» a la que los mismos que aplaudieron la matanza de Los Molinos, le rinden hoy puntual pleitesía.
Seguramente no será posible lograr que ahora se deslinden responsabilidades por el caso de Los Molinos. Pero llegará día en que las voces de los asesinados en aquella aciaga circunstancia, serán finalmente escuchadas. Así, ningún crimen quedará impune.