por Esteban Pavletich
Aquella noche habíamos acampado una vez más en el ancho corazón de la montaña. Sentados en derredor de la hoguera tibia y humeante, los cinco campesinos segovianos sumados a nuestra pequeña caravana con el fin de incorporarse a las filas del Ejército Libertador, comentaban con calor las incidencias de la guerra, reafirmando con fervor su fe en la victoria.
Uno de ellos hubo de referirnos esta leyenda hilvanada por la metafísica mentalidad aldeana, generada por las tantas ocasiones en que las fuerzas invasoras han anunciado jubilosamente la muerte del primer general latinoamericano:
–Sandino son todos y no es nadie. Sandino, unidad, individuo, no existe, nunca ha existido. Entre el puñado de hombres que se ha obligado a libertar a Nicaragua del conquistador extranjero, ser Sandino es una suerte de jerarquía a la que sólo tienen opción aquellos que por su lealtad, su decisión y su bravura se hayan distinguido en la contienda. Después de cada encuentro, reunidos los hombres que integran el Ejército Libertador, eligen al “sandino”, vale decir al “jefe”que habrá de dirigirlos en el ulterior y próximo combate. Existen quienes han sido capaces de mantenerse “sandinos” durante largos meses, por su valor insuperable. Hubieron quienes sólo fueron “sandinos” algunas horas, por su desaparición violenta en la pelea. Pero reemplazados siempre, la resistencia persiste inalterable y es posible la victoria. De allí qué no sea fiel ninguna de las versiones circulantes sobre la contextura física de Sandino. Algunos dicen de él que es un hombre musculoso y fuerte; otros, pequeño y débil. Es que Sandino cambia con cada hombre que logra conquistar tal nominación gloriosa.
Sólo así comprenden los simples, los sanos, los fuertes campesinos nicaragüenses la prolongada supervivencia del formidable espíritu que inspira y alienta la obra de defensa de un continente.
Campamento del Ejército Libertador
junio de 1928.