Por Luis Manuel Arce Isaac
La respuesta de Moscú a Washington sobre la crisis de Ucrania pudo
quedar guardada en las gavetas de los escritorios de Vladimir Putin y
Joe Biden -y de Jens Stoltenberg, si es que le enviaron copia al
secretario general de la OTAN- pues ya se presentía de antemano.
También se conocía que el 16 de febrero a las tres de la tarde la
gente continuaría su rutina y la sombra de un hongo nuclear tapando el
sol seguiría siendo una ficción como la de H. G. Wells y su guerra de
los mundos.
Lo que no se sabía -o al menos escapó a la acucia de la prensa- fue
el anuncio del Kremiln de la retirada de una parte de sus tropas
desplegadas dentro del territorio ruso en las cercanías de Ucrania.
Los mandos de la OTAN y del Pentágono quedaron fuera de balance,
pues un movimiento de esa naturaleza debió ser fruto de una muy
discutida negociación si se aplica la lógica de la gravedad de las
respectivas amenazas militares.
Pero los alfiles cayeron ante el movimiento de peones y la
disminución de presiones de jaque mate al rey aliviaron a todo el
tablero aunque, paradójicamente, aumentaron las inquietudes de Biden y
sus estrategas pues Moscú les socavaba las bases del entarimado
mediático que tanto les había costado levantar.
Se vieron obligados a reinventar el discurso de la “inminente
invasión militar rusa a Ucrania” que obligó a las cancillerías de 20
países a mover su personal al sur del país a pesar de que ningún
general, de la OTAN o el Pentágono, dio garantías de que esa región no
sería teatro de guerra.
Biden insistió -e insiste- en la necesidad de pruebas de que la
retirada de tropas rusas de la frontera es real, y olvida que no hay
tropas rusas en el país vecino, y que Moscú no viola tratados al
desplegar militares en su territorio, como sí hace en cambio Estados
Unidos con sus bases en decenas de países, algunas en contra de la
voluntad de pueblos y gobiernos como la de Guantánamo, en Cuba.
Moscú fue condescendiente al demostrar con hechos y no palabras que
la afirmación de invasión militar a Ucrania era parte de una campaña
mediática para justificar y encubrir objetivos geopolíticos del
Pentágono y la Casa Blanca precisamente cuando el gobierno de Biden
flaquea y las encuestas de aceptación lo sitúan en muy mal lugar.
Una parte del establishment lo respalda en la absurda mentira sobre
Ucrania -que, a su edad, daña más aún su imagen-, no porque apoyen al
presidente, sino porque saben de los cambios irreversibles que se están
produciendo dentro de su sistema socioeconómico y no saben cómo
enfrentarlos porque sus instrumentos culturales e ideológicos son
insuficientes y están desfasados.
Tal vez por ello Moscú optó por publicar la respuesta a la Casa
Blanca y la OTAN y dejarlos al desnudo en plena ventolera mediática. No
hizo falta un vademécum; bastó con dejar en claro algunos puntos para
que todo el mundo entienda, en pocas palabras, la situación:
Son inaceptables las exigencias de retirada de tropas de ciertas
zonas rusas. Ucrania, en caso de adherirse a la OTAN, podría intentar
ocupar Crimea por la fuerza, arrastrando a Estados Unidos y sus aliados
a un conflicto armado con Rusia,
Moscú no planea invadir Ucrania y por tanto no es responsable de la
escalada de la situación dirigida a presionar y devaluar la propuesta de
garantías de seguridad de Rusia.
Para la desescalada que se desea, se requiere adoptar un conjunto de
medidas, entre las cuales: obligar a Kiev a aplicar los Acuerdos de
Minsk. Dejar de suministrar armas a Ucrania. Retirar a todos los
asesores e instructores occidentales del territorio ucraniano, renunciar
a realizar ejercicios conjuntos con las Fuerzas Armadas de Ucrania, y
sacar los armamentos extranjeros entregados anteriormente a Kiev.
Es lógico que la parte estadounidense no diera una respuesta
constructiva porque todo el entarimado que le costó tiempo y dinero
montar para estrechar el cerco militar a Rusia se desmorona.
Pero a lo que más temen es que Ucrania se convierta en la prueba de
que los tiempos cambian y los métodos de fuerza pierden mucho terreno,
incluso sus instrumentos más temibles como la OTAN.
En el fondo, no era ni es una batalla para impedir una invasión de
Rusia a Ucrania, sino para acelerar un avance premeditado de la OTAN al
este europeo para exhibir músculos, cuando ya ni es atlántica ni es
alianza, sino una torre de Babel por su caótico expansionismo como dijo
hace unos días la exministra del Exterior de Austria Karin Kneissl al
argumentar cómo ha perdido fuerza.
Ucrania por su parte, cuyo presidente Volodymyr Zelensky tuvo la
claridad de desmentir las supuesta amenazas de invasión rusa y cuestionó
los dichos de Biden, de sus generales y de la propia OTAN, ha aprendido
mucho de la crisis y hoy por hoy está en mejores condiciones de dialogar
con el Kremlin que uno o dos meses atrás, y negociar sus diferendos, que
son muchos.
Su última declaración -que desagradó a la Casa Blanca y a los
ultraconservadores ucranianos que detentan el poder económico-, de
no descartar la posibilidad de abandonar el intento de unirse a la OTAN,
puede abonar en favor de un tipo de vecindad más asequible y en un clima
más distendido e independiente.
Aunque lo parezca, la declaración de Zelensky no atañe solamente a
Moscú, sino también a Washington y Bruselas, porque él sabe que
un ataque a Ucrania, como lamentablemente todavía proclama Baiden, no
depende solamente del Kremlin, sino de Estados Unidos la OTAN, y allí es
donde Washington y Bruselas pierden el juego.
lma