MIRAFLORES Y SUS TRES TENORES
Por Aurelio Torres Valdivia
En la historia de la visión de Lima por sus intelectuales, Miraflores, el distrito más mesocrático y burgués, es el único distrito que cuenta con tres escritores de renombre mundial. La historia de sus habitantes, su participación en la guerra con Chile, sus playas, como la Pampilla, reino de erizos y medusas; y esa abundante flora, donde predominan los ficus, las moreras y los geranios de pétalos rosados, es descrita con la meticulosidad de un médico forense por Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro y José Antonio Bravo.
Lo interesante del trabajo de ellos es que en sus novelas y cuentos, dividen a Miraflores, en tres parcelas no homogéneas. Como si fueran cantones suizos. La ligera particularidad que le otorga cada uno de ellos hace que la visión de ese distrito se convierta en algo mágico, una atracción que puede gustar o repeler, pero dejar indiferente, jamás.
El común de la gente tiene una idea vaga del ser miraflorino. Algunos creen que sus habitantes son un grupo homogéneo, la capital de la alta clase media con ansias de ser aristócrata, tanto en lo social como en lo económico. El estereotipo nace de la primera mitad del siglo XX. Antes eran corralones y zonas de descanso. Pero la obra de sus escritores, se levanta airada al mostrarnos cuadros de distintos niveles sociales al interior de ese cosmos urbano, desdice esa afirmación, y nos permite reconstruir las coordenadas de la vida y del pensamiento de cómo se autoconsideran sus habitantes.
En el caso de Mario Vargas, él nos describe las correrías de los jóvenes que viven en Diego Ferre y la avenida Larco. Esos gatos pardos, creen estar en una película de James Dean, visten casacas de cuero, fuman cigarrillos Camel, beben Coca Cola helada en invierno y algunas veces, en un Ford de los cincuenta, unas verdaderas lanchas que piden prestadas al papá, llevan a sus muchachas al autocine. Se alucinan rockanroleros salidos de la película SEMILLA DE MALDAD. En contraposición, Julio Ramón Ribeyro, describe a muchachos tímidos y opacados que viven a unas cuadras de Santa Cruz, la zona misia del distrito, veranean en la Pampilla y los fines de semana bajan a Surquillo a tomarse unas cervezas en el bar El Triunfo. Van solos y los machos de ese barrio donde la vida no vale ni un real, le hacen un espacio en la mesa. Son muchachos blancos que se dan un paseíto lumpenesco para animar sus aburridas vidas. Bravo, el tercer tenor, centra su atención en los jóvenes que residen en las quintas de las calles Junín y general Suarez, estudian en colegios fiscales de San Isidro, Miraflores o Surquillo y son los preferidos de profesoras delgadas y ojos grandes, que alaban sus cabellos castaños y la pulcritud de sus uniformes comando recién estrenados. Algunas veces, acompañados por muchachas de cabello color oro viejo visitan el bar El Triunfo, en Surquillo, donde se excitan con el olor del malditismo escapista. A medianoche, se ganan con peleas de vale todo. Cadenas, piedras y palos. Y ven a zambos con cabezas rotas, y cholos que escupen sus dientes por el piso. Nunca olvidan que ellos son los blancos y los otros, sinónimos de marginalidad. No hay tregua.
Pero esos personajes que describen y sólo tienen en común, en algunos casos, el ser descendientes de los primeros conquistadores, los encomenderos o la migración europea y sueñan con viajar a Miami, tienen diferencias fundamentales entre sí. Cada uno de sus narradores como si revivieran viejas cicatrices, resalta en sus visiones literarias específicas, el deseo de comunicar un sentido de realidad inmediata. En el caso de Mario Vargas Llosa, en sus novelas La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y Los cachorros, nos describe a personajes que en su mayoría son hijos de triunfadores: empresarios mercantilistas que viven de la teta de papá gobierno, abogados dirigiendo notarias, actores de teatro o pintores hiperrealistas. El mundo, en su infancia, y sus estudios en el colegio Champagnat les ha mostrado su lado más benigno. Esperan el triunfo y creen que nunca conocerán el fracaso, sumergiéndose en bailes o competencias deportivas donde arriesgan la vida, para impresionar a su muchacha y demostrar a sus amigos que aquí no pasa nada. Y son más machos que Tarzan.
En contraposición, Ribeyro toca a personajes que vienen dañados desde la infancia, con padres que son empleados de banco o de la Municipalidad, y no reciben un rayo de sol en el verano y solo respiran aire viciado, ocho horas diarias durante once meses. Esclavos totales de la burocracia. En ese mundo asfixiante hay abogados que se la pasan resolviendo crucigramas en espera de clientes o profesores de colegio estatal que aguardan con ansia el fin del horario de trabajo. Son gente de medio pelo que desde la guerra con Chile han ido perdiendo un familiar con poder o una finca. Rememoran el pasado de la infancia y se olvidan de vivir el presente, porque les hace recordar que están muertos en vida.
José Antonio Bravo, descendiente por parte de madre del Demonio de los Andes, no escapa a este estigma. Describe a los blancos pobres, muchachos que descienden de los primeros conquistadores o encomenderos, y ahora deambulan por la Huaca Juliana, el cine Montecarlo o la calle General Suarez, asustados de caer en la pobreza. Viven el presente como si fuera la última bocanada de nicotina que inhalan sus pulmones, y su arma más letal, la única, es su lengua. Sienten que en algún momento, el mundo, si se saben mover, será de ellos, y mientras tanto, acompañados de alondras pechugonas a las que logran encandilar con sus poses de dandi inglés, leen los originales de su nueva novela en Art Center o el Casino de Miraflores. Pero han pasado los años y el fuego de su lengua se ha extinguido, da paso a la nostalgia para contemplar el presente y echar una mirada al pasado, donde cada generación, perdió una hacienda o una casa que atesoró la familia, que se creía lo máximo en sus fiestas en el Club Nacional.
La diferencia en la narrativa de ellos, no solo es por los personajes, sino por la propuesta que se desprende de cada autor. Mario Vargas, al diseccionar a sus héroes nos da su visión de gente dividida entre ganadores, que son los que saben integrarse, y los que no pueden, y son los perdedores. Pero esa apreciación antagónica carece de matices, no es la de un miraflorino nativo, sino la de un provinciano que ha vivido mucho tiempo con ellos. Ese tinte irónico con respecto a la manera afeminada de hablar de sus personajes, solo lo puede hacer un observador pertinaz, que admira o desprecia ese mundo, pero que no forma parte de él ni, Supuestamente, desea integrarse. Su educación y la ausencia de traumas históricos, la muerte del abuelo o el tío en el reducto de San Antonio, son barreras que le impiden penetrar en los códigos de conducta más profundos del miraflorino tradicional.
En el caso de Julio Ramón, el pasado bélico de la batalla de Miraflores contado por su padre y sus abuelos, recorre transversalmente su vida y cuando fabula su mundo, lo hace con escepticismo, con la visión del derrotado. Sus personajes son sus vecinos, gente que se gana el pan con el sudor de la frente, lo cual ya en ese medio es signo de la decadencia, pero él siempre se cuida de que sus lectores sepan que el narrador es un intelectual que está dos gradas por encima de la plebe, y en todo caso, él es una especie particular, el que nunca tendrá que sudarla y vivirá de sus derechos de autor. Un cisne en medio de patos silvestres. No se gana el pan en un taller. El trabajo rudo no es para el hombre ilustrado. Pero brinda una visión particular de su mundo. Para darle voz a los mudos, emplea algunas veces, el lenguaje procaz. El tono afeminado que destaca Mario Vargas, no es usado ni en broma. Sin embargo, el narrador, un ser opacado, frustrado, que siente atracción y repulsa por los personajes que pueblan su obra, nos permite rastrear a través de su discurso, los modelos sociales. Íntimamente siente que él también pertenece a estos. Se siente un ser sin sueños de gloria, una mierda. El temor que trasmiten sus otros personajes, tanto los europeizados como los hispanófilos, es ver invadido su espacio. Y esbozan la hipótesis de un país ligado a las grandes metrópolis europeas y norteamericanas. Mientras, siguen dando pena en su declive de su urbe o si viajan, son sudamerican indian para el gringo. En eso reside la famosa Teoría del Fracaso, que se convirtió en una verdadera tesis ideológica para la frustración de la élite de parte de la crítica limeña. La tentación del fracaso es simplemente el miedo a dejar de ser Reyes en un país de ciegos sentados en banco de oro.
Bravo escapa a esa regla. Su literatura carece de prejuicios. El trauma de la guerra no lo afectó, porque la decadencia de su familia empezó tres siglos atrás, y toma deportivamente la derrota, donde murió su tío materno, el cabito Amezága, por defender la gran palabra de la época: Patriotismo. Ese es el secreto del encanto de su obra poblada de fantasmas y jóvenes que hurgan en la replana para convertir el coloquialismo corriente en material artístico. Ese es el trasfondo de su novelística. Por eso, sus personajes transmiten optimismo, aman la vida y ningunean los problemas sociales. Sienten que en algún momento el mundo volverá a ser de ellos. Mientras no se hacen un drama del fracaso. Es una experiencia más, y en su universo lo que más sobran son las oportunidades. Cuando describe a sus personajes masculinos y femeninos, lo hace no escondido detrás de una columna que sostiene un balcón cubierto de enredaderas, sino desde el centro de la plaza, rodeado de ambulantes o pescadores como si fuera un zambo o un cholo más. Bravo aporta a la realidad una mirada propia, un punto de vista personal y sobre todo, un peculiar tratamiento lingüístico. Su mundo ha sufrido una invasión, pero esto no le provoca traumas, sino que ve en ese acto la oportunidad de ampliar su universo y como dice el refrán, si no puedes vencer al migrante, únete a ellos o hazlos como tú. Si aspira a crear poesía con el lenguaje popular y revisar los mitos y leyendas de la zona, es para mejorarlos, ya que aprecia la belleza imaginativa que hay detrás de esos relatos, pero no los acepta como son, deben pasar por el filtro del buen gusto burgués.
El trabajo literario de estos narradores desmitifica la idea de la absoluta homogeneidad de un ambiente social representativo para dar paso a la diversidad dentro de un mismo espacio. Es muy probable que en el siglo XX esa homogeneidad existiera, pero la modernidad que sobrevivió a Leguía, acabó con ella. Sus tenores de los 50 al creer cantar loas a su distrito, sin proponérselo nos permiten adentrarnos en los verdaderos traumas de ese entorno y a entender ciertos códigos que solo los miraflorinos manejan en voz no muy baja como lo es la soberbia, el raje, el desprecio por el fracaso y su aversión por los nuevos ricos y los cholos; el creerse el Perú, un Perú que solo existe en sus fronteras. Donde solo les va bien a los de siempre. Los que nunca sudan ni salen a las cuatro de la mañana a buscarse los frejoles. ¡Hermosa gente de porcata!