100 DÍAS DE JOE BIDEN. INVOLUCIÓN EN LA CASA BLANCA

Por Luis Manuel Arce Isaac / Prensa Latina

   Siempre sostuve el criterio de que la involución en la Casa Blanca desde antes de Ronald Reagan a la fecha era irreversible, pero al mismo tiempo estimé que de prevalecer un pensamiento político lógico en la cúpula de poder, ese proceso de deterioro estratégico podría ralentizarse a fin de lograr extender el tiempo esencial requerido por Estados Unidos para no quedar marginado de los cambios en ciernes.

    Henry Kissinger, primero, Zbigniew Bzerzinsky, después, y muy por encima de ellos George P. Schultz con anterioridad, fueron de alguna manera visionarios desde aquella década turbulenta marcada por el Síndrome de la derrota en Vietnam, de que la hegemonía era cada vez más un imposible histórico.

    Los tres, cada uno en su rango y momento, hicieron esfuerzos para evitar una debacle y dominar presumibles cambios en la correlación internacional de fuerzas, lo cual finalmente no lo lograron, pero tal vez fueron los últimos consejeros con un alto nivel de racionalidad que sus respetivos presidentes no supieron o no quisieron aprovechar.

    Kissinger, por ejemplo, avanzó mucho en los acuerdos nucleares para iniciar un importante proceso de distensión. Brzezinsky interpretó que por la vía de la violencia no se resolvía nada y prefirió la aplicación de una política de erosión por dentro enmarcada en lo que denominó una política trilateral contra el comunismo.

   A Schultz, en cambio, le fue imposible detener la locura del Reaganomics que, apoyada en una alianza estratégica con la dama de hierro Margaret Thatcher, derivó en el abominable y destructor neoliberalismo, la expresión más cabal de la declinación del sistema de producción capitalista, y factor desatador del capitalismo salvaje definido por el Papa Juan Pablo II.

    Los cimientos del Reaganomics, muy cercanos a la filosofía del Fondo Monetario Internacional, fueron las políticas reductoras del crecimiento del gasto público, de los impuestos federales sobre la renta y las ganancias de capital, de la regulación gubernamental y endurecimiento de la oferta monetaria para bajar la inflación.​

    Esa política ocasionó la más increíble e inédita concentración del capital, la profundización de la desigualdad y la brecha social como nunca antes, una atmósfera nacional e internacional de codicia muy peligrosa y beligerante, la reducción de la movilidad económica a nivel global, y la triplicación de la deuda pública externa durante años cuyas consecuencias negativas aún persisten.

    A partir de Reagan y Thatcher, el pensamiento político reflexivo y profundo se perdió de la Casa Blanca y del 10 de Downing Street, y el mundo quedó a merced de los vaivenes de grupos de ultrapoder económico, de la improvisación y la voluntad de quien ocupara la poltrona de la Oficina Oval por acumulación de influencia, de dinero o conveniencia del establishment, cuyos contornos bipartidistas el propio neoliberalismo se encargó de desdibujar.

    En realidad, desde el asesinato de John F. Kennedy, el concepto de estadista se perdió por entero en el gobierno de Estados Unidos, y fue sustituido por el feo e inexacto “inquilino” de la Casa Blanca.

    Una vez pasado el temporal de brutalidad, incapacidad, incultura, influencia dañina, maldad, aberraciones, perversidad, mentiras sin bochornos, vergüenzas ni arrepentimientos, encarnado en una sola persona, Donald Trump, parecía que la decencia regresaba al gobierno y con ella la reflexión, el juicio, y un esfuerzo consciente de frenar el avance hacia el abismo, o incluso hasta cambiar el curso de la historia.

   No hay nada que dé esperanzas de que algo así ocurrirá bajo el gobierno del presidente Joe Biden, y si lo sucedido antes y después del 6 de noviembre de 2020 -el peor año bisiesto que recuerde la humanidad- no fuese tan grave, podría calificarse de una comedia política, pero de muy mal gusto, lo ocurrido en Estados Unidos.

    Las expectativas creadas en torno a Biden en aquella sucia y vergonzosa campaña electoral, fueron más una ilusión óptica hija del deseo de borrar la imagen del hombre que se dio el gusto de llamarnos “mundo de mierda”, que de la convicción de que con los demócratas se abría una nueva oportunidad de convivencia tranquila, respetuosa y meditada.

    Sus primeros cien días expresan lo contrario, y lo único que ha variado es que en el podio de la House Home aparece un rostro más afable y no la mueca de Halloween que ya se hacía insoportable.

    Pero hasta ahora nada ha cambiado. La rodilla blanca supremacista se mantiene firme sobre la garganta de los negros en Estados Unidos y de los pobres en el mundo.

    Kamala Harris, en su lenguaje obamesco, persiste en la misma idea de Trump y sus congéneres, de reforzar su dominación en América Latina sin que en realidad haya un nuevo enfoque como proclama, sino algunos toques cosméticos en asuntos puntuales como la migración.

   El sentido imperial de sus dichos: «El Hemisferio Occidental es nuestro hogar (…) Es imperativo que promovamos la democracia y el buen gobierno, la seguridad y la prosperidad dentro de la región», es el mismo de la época de las cañoneras, pero con palabras aterciopeladas.

   Su observación de que la «reconstrucción» de las alianzas con América Latina, en línea con el mandato de Biden de recuperar el protagonismo de EE.UU. es un calco de la de Trump con la OEA y el mercenario Luis Almagro, en verdad una confesión de partes que releva las pruebas.

    Si quedaran dudas, Harris la despejó en esas mismas declaraciones cuando aseguró que la visión de Biden es la de «ayudar» a que los migrantes no salgan de sus países, centrándose en «abordar tanto los factores agudos como las causas fundamentales» que motivan a los migrantes a dejar sus hogares. No salir de casa, no por la pandemia de Covid-19, sino para impedirles ir a Estados Unidos por la vía que sea.

    En fin, nada que lo distinga de Trump quien, por cierto, se había comprometido con México a invertir una mayor cantidad de dólares (cinco mil millones) que la propuesta por Biden en los programas sociales y de desarrollo que impulsa el presidente Andrés Manuel López Obrador en favor de los países centroamericanos emisores de migrantes.

    Más aún, Biden en unos pocos días duplicó las deportaciones de migrantes y rompió el récord de 171 mil en el mes de marzo.

    Hablando de la región, los casos ejemplificantes que tendrían que marcar virajes reales y no retóricos en su política hacia América Latina y el Caribe, son Venezuela, Cuba, Bolivia y Ecuador.

    Biden sigue sin siquiera molestarse en dar otra apariencia más acorde a su presunto bondadoso perfil, la misma política de hostigamiento, bloqueo, rechazo al diálogo, voluntad de negociar con Venezuela y Cuba, y sigue exactamente igual que Trump, o quizás peor porque el lenguaje que usa es más engañoso, pero igual de cruel y mentiroso.

   Mientras que en el caso de Bolivia defiende a los golpistas y pide la libertad para Jeanine Yañez, responsable directa de las muertes y los desfalcos bajo su régimen de facto, y en Ecuador acompañó las maniobras que finalmente cuajaron a favor del derechista Guillermo Lasso después de una evidente derrota en primera vuelta, y sigue apoyando a un mercenario al frente de la Organización de Estados Americanos al cual usa a su libre conveniencia.

   Sin embargo, lo más preocupante porque afecta la paz mundial, es la política de confrontación con Rusia y China, incluso con extremos que sobrepasan las amenazas de Trump en sus momentos de mayor desquicie.

   Todo el mundo sabe que el multimillonario proyecto de armas nucleares que aprobó su administración no está realmente dirigido a Irán cuya política al respecto está bien definida y si hubo desvíos fue por la hostilidad del gobierno de Trump -y ahora de Biden- a la revolución islámica y su derecho a desarrollar la energía nuclear con fines pacíficos.

   Evidentemente el blanco principal de la política nuclear de Biden es Rusia, como la económica es China, y ambas son muy peligrosas para la estabilidad y la paz en el mundo. El gobierno de Biden comenzó muy temprano a jugar con fuego.

    El mensaje de estas actitudes es que, lamentablemente, con Biden el mundo no puede hacerse muchas ilusiones de que hay en la Casa Blanca un cambio, ni siquiera pragmático, con respecto a la herencia dejada por Trump. Los peligros de ayer siguen vigentes hoy.

   Biden no parece evidenciar ser un sujeto del cambio que la realidad está imponiendo, y mucho menos un protagonista de este. Tiene la ventaja del tiempo. Apenas comienza su mandato y puede rectificar su tan poco esperanzador arranque.

   Ojalá no se deje encandilar por las mismas luces fantasiosas de su antecesor, ponga los pies sobre la tierra, y recuerde que en la época de Cristo los romanos no fueron el imperio del futuro, como tampoco lo es para el devenir en estos tiempos modernos y supersónicos, Estados Unidos.

lma