EL 2 DE SEPTIEMBRE EN MI MEMORIA

El 2 de septiembre en mi memoria

Por Pedro Martínez Pírez

MONCADA

Cuando en La Habana un millón de cubanos aprobaban en Asamblea General la Primera Declaración de La Habana, uno de los documentos fundamentales de la historia de la Revolución Cubana, yo estaba en Quito cumpliendo con el Embajador Mariano Rodríguez Solveira una misión encomendada por el Comandante Fidel Castro.

Se trataba del bautizo de un niño ecuatoriano cuyos padres, de origen muy humilde, le habían escrito al líder histórico de la Revolución Cubana para que fuera el padrino del niño, a quien le habían puesto el nombre de Fidel.

Días antes a la fecha del bautizo nos dimos a la tarea de localizar a los padres de Fidel Nieves Navarro para avisarles que efectuaríamos el acto con la presencia de un sacerdote católico el viernes 2 de septiembre de 1960 en la sede de la Embajada cubana, ubicada en la Avenida 6 de Diciembre, cerca de la Avenida Colón.

Al acto no pudo asistir el padre del niño, un militar de baja graduación nombrado Virgilio, pero si la madre, María Enriqueta Navarro, ama de casa y madre de siete hijos, oriunda de la ciudad de Otavalo, en la provincia de Imbabura.

Yo me desempeñaba entonces como secretario de la Embajada de Cuba en Quito, función a la que había sido propuesto precisamente por el destacado jurista Rodríguez Solveira, quien meses antes había sido en la ciudad de Santa Clara el Rector de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas y mi profesor de Derecho Civil.

La solicitud de los padres del niño ecuatoriano Fidel Nieves Navarro fue recibida en La Habana por la eficiente colaboradora de Fidel Castro, Celia Sánchez Manduley, quien le comunicó  al canciller Raúl Roa García la aceptación del líder cubano.

Al bautizo asistieron varios familiares del niño, algunos amigos de Cuba y dos integrantes de la delegación cubana a la toma de posesión del presidente José María Velasco Ibarra, ocurrida unos días antes. La delegación cubana estuvo presidida por el entonces ministro de economía, Regino Boti, e integrada por el alcalde de La Habana, Jose Llanusa y el Jefe de la Marina de Guerra Revolucionaria, Juan M. Castiñeiras, los tres ya fallecidos al igual que el embajador Rodríguez Solveira.

La más feliz de todas las personas en esa ceremonia era precisamente la madre de Fidelito, convertido desde entonces en ahijado del célebre comandante de la Sierra Mestra.

Pasó el tiempo. El embajador Rodríguez Solveira decidió regresar a Cuba, retornó a la docencia, pero entonces en La Habana, donde fue nombrado vicerector de la Universidad, y me ví obligado a fungir como Jefe de la Misión cubana durante varios meses.

A las pocas semanas llegó por valija diplomática a nuestra misión en Quito un regalo para el ahijado de Fidel: un jarrito con un baño de plata firmado por el Jefe de la Revolución Cubana, que tuve el honor de entregar en un acto público a doña María Enriqueta, quien asistió con Fidelito en sus brazos. 

Son hechos que vienen a mi mente en estos tiempos de pandemia, cuando La Habana no podrá celebrar masivamente, en acto público el aniversario sesenta de una Declaración histórica que fue leída por el Comandante Fidel Castro, y en la cual, junto a la imagen y el recuerdo de José Martí, fueron ratificados los principios de la Revolución, su política exterior latinoamericanista y solidaria, al tiempo que se rechazaba la Declaración de San José, emitida por la OEA, un «documento dictado por el Imperialismo Norteamericano, y atentatorio de la autodeterminación nacional, la soberanía y la dignidad de los pueblos hermanos».