EL SENADOR ALFONSO MONTESINOS

Guillermo Thorndike

Los prodigiosos años 60. — Lima : Libre, 1992. Páginas 44 a 46

Con la desaparición de Raúl Porras, quedó en irremediable soledad el senador arequipeño Alfonso Montesinos como el más importante orador de ese Congreso. Enjuto y pulcro, de rostro atezado y pupilas fulgurantes, como carbones abrasados por un fuego blanco, oscuras ojeras acentuaban aun más la profundidad de una mirada implacable, que nacía en pasiones nunca descifradas y brotaba con dureza diamantina. No era un jacobino. Era Robespierre en persona. Vestía de negro perpetuo y el cabello, corto y rizado, se le agrisaba y blanqueaba rápidamente. Los lentes que necesitaba para leer, puestos en una delicada montura de oro, colgaban de su cuello con una cadenita también de oro, lo mismo que la delgada leontina que cruzaba su chaleco.

Como Porras y el difunto don José Gálvez, Montesinos había sido maestro de juventudes rebeldes. Arequipa lo reverenciaba como uno de sus mejores juristas. en otras épocas y circunstancias, habría sido un hombre de barricada, orador al pié de los cañones.

Tenía fama de frugal. Estaba convencido de que cumplía un destino acaso superior a sus fuerzas. A veces daba la impresión de haber regresado de la muerte, como los ángeles vengadores de ciertas religiones. Ocupaba el último escaño, a la izquierda del pasillo central y a dos espacios del sitio que había pertenecido a Raúl Porras. Allí, atrás, lo acompañaban los senadores Chávez Molina, Manuel Dammert y otro temible polelmista, el demócrata cristiano don Ismael Bielich. A diferencia del resto, Montesinos no titubeaba en sus creencias. No retrocedía en ellas. Avanzaba. Al ataque siempre. Montesinos desconfiaba de todos los tratos que pudiera hacer el país con empresas extranjeras. Y de todas las potencias, desconfiaba primero de Estados Unidos. Y entonces no sólo era presidente Manuel Prado, viejo y consistente aliado de Estados Unidos, sino que Pedro beltrán jefaturaba el Consejo de Ministros, lo que para Montesinos equivalía, más o menos, haber puesto a un gringo en el cargo de Primer Ministro.

La primera vez que Beltrán acudió con su gabinete al Senado de la República, la principal preocupación de los peruanos era el desastre fiscal. Gallo Porras había emitido moneda sin respaldo para destinarla al gasto corriente, generando una devaluación que en unos meses pasó del 50 por ciento. La economía estaba en completo desorden, con los pagos del Tesoro atrasados y la balanza comercial en contra. Por el momento era una crisis. Si no la remediaban, se convertiría en un proceso económico degenerativo, una enfermedad fiscal de largo plazo.

Beltrán sorprendió como expositor. A la claridad de sus ideas sumaba un estilo personal en el que se combinaban el sentido del humor y un profundo respeto por las instituciones. a los senadores los llamaban «honorables senadores» . Soportaba las críticas sin pestañear, con el rostro profundamente serio. Parecía haber aclarado la mayor parte de las dudas del Senado sobre su plan económico, cuando le concedieron la palabra al senador Montesinos. El tribuno arequipeño empezó su intervenciòn con la mirada gacha, preguntándose reflexivamente si debía creer en el Primer Ministro,o si era su obligación desconfiar de Beltrán. A partir de ese momento, empezó a levantar la mirada, no para ver a Beltrán en la primera hilera de escaños, exactamente debajo suyo, sino para consultar al horizonte lo que podía esperarse de un Primer Ministro cuyas ideas empezó a analizar, mientras le subía de tono esa voz suya, característica, un poco aterciopelada como de cantante de boleros, también aguda, acerada cuando alcanzaba las notas furibundas.

Pero a la vez que Montesinos describía polìticamente a Beltrán, empezaba a retroceder, con los brazos atrás, como si el Primer Ministro irradiara un calor azufroso capaz de chamuscarlo, de modo que pronto se tuvo la impresión de un ángel de negro que acusara de infinitos crímenes a un diablo de británico azul a rayas, que ni siquiera se volvía para observar a su acusador. Se hubiese podido decir que en esos instantes nadie más que Montesinos y Beltán existían en el hemiciclo del Senado. Cuando el arequipeño hubo concluido de acumular sus argumentos, extendió el ìndice izquierdo y se lanzó hacia adelante, como si quisiera hundir una estocada en el Primer Ministro y, con la respiración entrecortada, lanzó al debate las saqueadas riquezas del Perú, la imposibilidad patriótica de defender el petróleo y anunciò que el verdadero objetivo de Beltrán era subastar la soberanía económica del Perú.

El petróleo de La Brea y Pariñas había vuelto a dividir a los peruanos y, al empezar la década, con las elecciones generales de 1962 a la vista, el petróleo servía de combustible patriótico y alimentaba cada vez màs numerosas hogueras en derredor de un gobierno sitiado por una controversia sin solución. Los más radicales opositores afirmaban que las concesiones otorgadas a la International Petroleum Company carecían de valor legal y que la subsidiaria de la Standard Oil Co adeudaba al país entre cuatro y cinco billones de dólares. La compañía se limitaba a mostrar una montaña de documentos, convenios, leyes, decretos y liquidaciones de impuestos, todo lo cual, para empezar, probaba su existencia. Para unos, la IPC constituìa una afrenta a la soberanía nacional.

Para otros, se trataba del primer contribuyente del país y, en todo caso, la revisión de cuentas produciría adeudos por parte de la empresa, sobre cuyo pago tendría que llegarse a una transacción fnal. Sin embargo, mientras los peruanos no se pusieran de acuerdo sobre los derechos adquiridos por la IPC desde que iniciara la explotación de los campos de La Brea y Pariñas, sería imposible definir las obligaciones de la compañía extranjera.

Nadie se preocupaba, aparentemente, de plantear la controversia en términos de útil e inùtil. Entre lo probable y posible. Entre lo que era, lo que debía ser y lo que podía ser. Y lo que unos y otros querían que fuese. En realidades de oferta y demanda. La Brea y Pariñas no era lo mismo que el Lago de Maracaibo o las arenas sauditas. Se trataba de yacimientos más bien gastados, cuya producciòn entraba en declive. La inestabilidad que provocaba la falta de una soluciòn definitiva, había paralizado toda expansión por parte de la IPC o de otras petroleras extranjeras. La pequeña Empresa Petrolera Fiscal carecía de recursos para emprender la búsqueda y explotación de petróleo por su cuenta.

Los ingleses de Lobitos estaban asociados a la IPC que había reservado, además, una inmensa extensión selvática para buscar nuevos yacimientos. Era un maldisimulado secreto que entre el Marañon y la frontera con Ecuador existía petróleo en abundancia, lo mismo que en el zócalo marino. ahí estaba y ahì seguiría, intacto, bien peruano en las profundidades de una selva virgen, inútil y sin valor mientras la primera gota no consiguiera salir a la superficie.