DOÑA IGNA, LA MADRE QUE NO OLVIDO
por Pedro Martínez Pirez
El mes de marzo de 1999 tiene para mí muy malos recuerdos. El día 5 murió en Quito el entrañable periodista ecuatoriano Pedro Jorge Vera; cinco días después falleció en Baltimore, Estados Unidos, el pintor Oswaldo Guayasamín, y el día 18, a los 84 años de edad, murió mi madre en la ciudad de Santa Clara.
A Pedro Jorge y Oswaldo los conocí en Quito en 1960. El primero gran escritor y periodista, director de la Revista “Mañana”, hombre inteligente y simpático, y Guayasamín el único pintor para el cual Fidel Castro posó en cuatro ocasiones. Y a quien yo tuve el honor de invitar a Cuba en mayo de 1961.
A Pedro Jorge lo recibí años después en Santiago de Chile, donde murió su primera esposa, y desde la Embajada cubana, donde me desempeñaba como diplomático, realicé gestiones para que pudiera viajar como exiliado a Cuba, donde vivió varios años, laboró en el periódico “El Mundo” y colaboró con la Casa de las Américas.
Ya en esta etapa cubana Pedro Jorge Vera tenía como compañera a la escritora Eugenia Viteri, quien lo acompañó hasta el día de su fallecimiento.
A Oswaldo Guayasamín, Pedro Jorge Vera y el también escritor y poeta Jorge Enrique Adoum, los ví por última vez en La Habana en los días del cuarenta aniversario del triunfo de la Revolución, pues los tres asistieron a un evento organizado por el Ministerio de Cultura y la Casa de las Américas, en el cual participaron también los Premios Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, de Colombia, y José Saramago, de Portugal.
Los recuerdos de mi progenitora me acompañan siempre, pero especialmente en estos días en que en Cuba celebramos EL DIA DE LAS MADRES.
Ella nació en la ciudad de Caibarién, en la antigua provincia de Las Villas, el 17 de septiembre de 1914, dos meses después del inicio de la Primera Guerra Mundial, y durante el mandato del político conservador Mario García Menocal.
Hija de Ernesto y de Pilar, el nombre verdadero de mi madre fue el de Ignacia Pírez Capó, pero a los 17 años de edad y con estudios de bachillerato y de piano, se enamoró de mi padre Enrique Martínez Pérez, entonces viajante de medicina, quien era 16 años mayor que ella.
Mi padre, nacido en 1898 en el poblado de Sabanilla del Encomendador, hoy Juan Gualberto Gómez, en la provincia de Matanzas, le propuso a mi madre reducir su nombre a las primeras cuatro letras, Igna, y así eliminar la CIA, algo que toda la familia acogió con mucha satisfacción.
Mis padres tuvieron cinco hijos: Igna Sofía, Enrique Santiago, Pilar María, Pedro Ernesto y Alberto Enrique. La mayor, ya fallecida, nació el 17 de mayo de 1932 en la ciudad de Santa Clara y testigo de su inscripción de nacimiento en la Audiencia de Las Villas fue Antonio Guiteras Holmes, compañero y amigo de mi padre.
De los cinco hermanos han fallecido tres y octogenerios vivos quedamos dos: Pilar María, nacida el 15 de septiembre de 1935, quien ejerció como maestra hasta su jubilación, y el periodista que redacta estos recuerdos, nacido también en la ciudad de Santa Clara, el 22 de febrero de 1937.
Las relaciones entre mis padres no fueron fáciles. Era considerable la diferencia en la edad, ella había interrumpido sus estudios para casarse y muy rápidamente salió embarazada. El era de origen campesino, autodidacta, poeta y bohemio, con grandes amigos como Antonio Guiteras, Juan Bosch, Onelio Jorge Cardoso, Raúl Ferrer, Luis Carbonell, entre otros, y ella una mujer que se dedicó por entero a él y a sus cinco hijos, y padecía frecuentes y agudas crisis asmáticas.
No olvido el cartel que mi padre puso un día en la cocina de nuestra casa para que lo leyera mi madre: “Antes de criticar confirma si posees las virtudes que exiges de los demás. No critiques ni divulgues lo que has oido, pudiera no ser cierto, y aunque lo fuera es más caritativo que calles”.
Pero nada que hiciera mi padre ofendía a mi madre. Tal era su amor hacia él y su extraordinaria nobleza.
En el programa radial que realicé en el noventa cumpleaños de mi padre, en 1988, aparece un segmento que grabé en la voz de mi madre: “Nos conocimos y estuvimos casados 28 años. De allí nuestros hijos y nuestra casa, que siempre fue el albergue de todos sus buenos amigos, entre ellos Antonio Guiteras, que era su amigo de Santiago de Cuba y estuvo con nosotros cuando el nacimiento de mi hija y fue su padrino de confirmación en el año 32. Él era muy rebelde. Nunca votó durante ningún gobierno porque decía que no merecían su voto. Que él no iba a complicar la vida de los demás cubanos entregándole su voto a los politiqueros. Siempre fue igual, rebelde, muy bueno, muy atento, muy amigo de los amigos. Yo lo veneraba porque fue el hombre que yo soñé para mí y para mis hijos. Y me siento feliz de haber sido su esposa”.
Guardo como un tesoro esa grabación en la voz de mi madre, y acabo de escucharla ahora mismo, y transcribir su testimonio para que quede reflejado en este homenaje que le rindo a ella.
Doña Igna desempeñó un papel fundamental en la formación de sus cinco hijos. A la mayor, Igna Sofía, la enseñó a tocar el piano que mi abuelo Ernesto le había comprado a ella en Caibarién, haciendo enormes sacrificios pues trabajaba como planchador de la ropa que mi abuela lavaba.
A mí me enseñó a leer y escribir y cuando llegué a la Escuela Anexa a la Normal para Maestros de Santa Clara, para matricularme, me incluyeron directamente en el segundo grado de la Enseñanza Primaria, gracias a la formación que me dio mi madre.
Recuerdo que ella nos tocaba en el piano hermosas canciones, entre otras, “Danubio azul”, el “Vals sobre las olas”, “Siboney”, y el pasodoble “Currito de la Cruz”, que los hermanos más chicos siempre le pedíamos.
Ella formó como pianista a mi hermana Igna Sofía, quien, cuando mi padre se quedó sin trabajo en 1944, fue la primera en empezar a trabajar y lo hizo tocando el órgano de la Iglesia del Carmen de Santa Clara, por lo cual le pagaban diez pesos al mes.
Ese piano comprado por mi abuelo fue uno de los objetos de la familia que hubo que entregar a garroteros de una Casa de Empeño de Santa Clara en medio de la crisis económica provocada por la decisión de los dueños de los Laboratorios Bosque de cesantear a mi padre de su cargo como viajante de farmacia para la zona oriental y central de Cuba.
Pero ese piano, en un apartamento más modesto de Santa Clara, enclavado en la intersección de las calles San Vivente y Unión, lo tocó magistralmente en 1949 el declamador Luis Carbonell, quien había estrenado ese año en La Habana una estampa de mi padre titulada “Carta Negra”.
Con Luis Carbonell viajé 30 años después en un barco cubano desde Santiago de Cuba hasta San Juan, Puerto Rico, a los Juegos Panamericanos. Él como integrante de la delegación cultural y yo en el grupo de prensa de Cuba. Recuerdo que Luis me contó que era su primera salida al exterior desde el triunfo de la Revolución Cubana, ocurrida veinte años antes.
Después lo visité y entrevisté muchas veces en su modesto apartamento de El Vedado, en La Habana, donde me contó que el día del Asalto al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, estaba en España realizando una gira cultural con Ernesto Lecuona, Esther Borja y Mimi Cal, y ese día él, nacido precisamente en la ciudad de Santiago de Cuba, cumplía treinta años de edad.
Luis Carbonell fue siempre amigo de toda nuestra familia. A su casa de La Habana llevé a mi madre y a algunos de mis hermanos, así como también a dos poetas ecuatorianos, Pepe Regato y Julio Micolta.
Siempre que traía a mi madre a La Habana ella me pedía visitar a Calixta, la hermana de Guiteras, y saludar a Juan Bosch y a su esposa cubana doña Carmen Quidiello, cuando estaban en Cuba. Recuerdo haber visitado con mi madre en la década de los años noventa al ex presidente dominicano en la Casa de Protocolo número 62, ubicada en el Reparto Cubanacán, el día que le pedí a Bosch una opinión sobre mi padre. La definición que hizo el gran escritor dominicano de mi padre figura como uno de los epitafios que identifican la modesta tumba donde reposan sus restos: “Aquí yace un hombre sin huecos”.
Y en esa tumba del Cementerio de la Ciudad de Santa Clara reposan desde el 19 de marzo de 1999, junto a los restos de mi padre, los de mi madre, luego de una ceremonia en la que traté y no pude hablar por la emoción, a pedido de un entrañable amigo de la familia y colega periodista villaclareño Aldo Isidrón del Valle.
Cuando recuerdo a mi madre vienen a mi mente muchos momentos de mi infancia, adolescencia y juventud. Ella fue muy creyente, se declraba católica, pero nunca fue a la Iglesia. Tenía siempre colocada detrás de la puerta de la casa una imagen de la Virgen de Fátima, a quien le pedía tener, un día, casa propia, pues había sufrido muchos desahucios entre 1944 y 1958.
Y la casa propia, verdad que modesta y en un pasaje interior, mi madre pudo tenerla después del triunfo de la Revolución.
Ella me contó siempre que su padre –mi abuelo Ernesto—había dejado de fumar porque hizo una promesa para que mi hermana mayor se curara de alguna de las abundantes enfermedades de la época.
Y yo, para complacerla y como un sacrificio que sirviera al menos sicológicamente para curar el asma que padecía, le dije, y cumplí durante varios años, que iría caminando cada domingo Día de las Madres desde Santa Clara hasta la localidad de La Esperanza, algo que ella aceptó feliz. Eran catorce kilómetros que su hijo Pedro Ernesto regalaba a Doña Igna cada año.
Pero la hija mayor de mi madre, Igna Sofía, que debía su nombre a mi padre, se había radicado desde los primeros años de la década de los sesenta en Santiago de los Caballeros, República Dominicana, con su esposo Orestes Martínez, donde fundaron una Escuela.
Mi hermana mantuvo siempre los vínculos con Cuba y quiso que mi madre viajara a República Dominicana en febrero de 1974 cuando se efectuarían los Juegos Centroamericanos en Quisqueya.
Hizo lo indecible para lograr que mi madre viajara con la delegación cubana, y recuerdo que una noche llamó a mi casa el Comandante Manuel Piñeiro, conocido como “Barba Roja!, para preguntarme si yo estaba de acuerdo en que mi madre viajara con la delegación deportiva cubana que participaría en los Juegos Centroamericanos.
Piñeiro me comentó que la solicitud había llegado desde la oficina de la Presidencia de la República Dominicana, a cargo entonces del primer mandatario Joaquín Balaguer.
Yo no estuve de acuerdo en que mi madre viajara en un avión con la delegación cubana, porque ella se quedaría a visitar a su hija en Santiago de los Caballeros, y los enemigos de la Revolución podrían fabricar la noticia de que se había “quedado” una integrante de la delgación deportiva cubana.
Piñeiro estuvo de acuerdo en mi razonamiento y en la propuesta de que mi madre viajara a Dominicana, pero por las vías normales, algo que hizo semanas después, en un viaje con escala en Kingston, Jamaica.
Eran tiempos complicados y difíciles. Y mi hermana mayor insistía en sus relaciones con la familia de Cuba.
Así fue como mi madre le comentó a Igna Sofía que yo viajaría en julio de 1979 a los Juegos Panamericanos de San Juan, Puerto Rico, y allí se apareció mi hermana mayor con sus dos hijas, nacidas fuera de Cuba y que yo no conocía.
Estuvieron conmigo y con el colega Iván Becerra, entonces jefe de la Redacción Deportiva de Radio Habanas Cuba, durante una semana. Y mi hermana me acompañó a muchas coberturas de aquellos juegos, que se efectuaron del primero al 15 de julio de ese año.
Recuerdo el gran abucheo de varios minutos que impidió las palabras de inauguración de los Juegos que debía pronuncir el gobernador colonial, Carlos Romero Barceló.
Esa hermana mía, ahijada de confirmación de Antonio Guiteras, fue compañera de estudios de la cantautora Teresita Fernández, y vino a Cuba a varias reuniones de La Nación y la Emigración. Y logró algo que se había propuesto en una de ellas: dar un beso al Comandante Fidel Castro.
Para ella, que tuvo como mi madre cinco hijos, tres de los cuales nacidos en La Habana, y murió hace cinco años en una casa de ancianos en la ciudad de Miami, van también mis recuerdos en este DIA DE LAS MADRES.
La Habana, 10 de mayo de 2020.