CORONAVIRUS. DRAMÁTICA DEFENSA POR LA VIDA



Por Luis Manuel Arce Isaac / Prensa Latina

México.-

Mientras los humanos guardan cuarentena por una pandemia cuyo principal mensaje es que
podemos desaparecer como especie, no por una guerra nuclear sino por un microscópico virus,
los animales están libres como nunca antes.

   Causa admiración ver una jirafa husmeando con su largo cuello la azotea de una casa, un
leopardo recorriendo tranquilamente la calle desierta de una ciudad, o una manada de leones
descansando sobre el asfalto caliente de una carretera, y cerca de ellos un grupo de elefantes
jugueteando en la pradera.

   Ríos, arroyos y estanques son verdaderos espejos naturales, no por el color de sus aguas
cristalinas, sino por el reflejo del cielo ahora más intensamente azul porque no está escondido por el manto de neblina gris de la contaminación eterna.

   De pronto, para satisfacción y sorpresa de la comunidad científica, un lobo azul asoma su hirsuto pelambre por la esquina de una callejuela, y abre la esperanza de que un día lo hará el carpintero
imperial con su plumaje azul y blanco y cabeza roja, y el oso gris, ya extinguidos en México por la
tala junto a otras especies.

  Es como si todo regresara a su génesis, y la madre naturaleza demostrara, en este corto tiempo,
su enorme capacidad de depuración cuando el hombre, de obligado ángel de la guarda, se
transforma en depredador del ecosistema.

    El coronavirus ha logrado que escuchemos el grito del universo ahogado por el ruido de la
máquina, de que la vida es lo más importante, y la acumulación de bienes, dinero y placeres la
impedimenta que destroza el bienestar y deforma la felicidad.

  Por vez primera también, nos aterra más que una invasión de extraterrestres, la amenaza de un
próximo gran virus que destruya el futuro de la vida, y con ella la creación más perfecta de la
naturaleza: el hombre.

  El SARS-CoV2 demuestra que nuestra relación con la naturaleza es accidentada, inconsecuente y peligrosa, y que hasta la medicina y la técnica más avanzadas son insuficientes para defendernos
de lo que nos ataca y que podría llevarnos a la sexta extinción masiva.

    Sin embargo, al parecer hay gente que se empecina en llevar a la humanidad al abismo. La
ambición y el egocentrismo no tienen fronteras sino intereses. Donald Trump así lo demuestra.

   Con la misma avaricia que el Viejo Grandet contaba las monedas de oro en la obra de Honoré de Balzac, el presidente Trump cuenta los muertos que habrá en Estados Unidos cuando reabra la
economía, y los ve como parte de su triunfo si el país registra solamente 200 mil decesos.

 Los avispones gigantes asesinos de Blaine, en Washington, no son los que deben atemorizar a lapoblación, sino el que habita la Casa Blanca. Trump está muy lejos de ser el “guerrero” que
proclama, sino un presidente funerario que agravó la precariedad del sistema de salud pública
estadounidense y sacó al país del camino correcto al negar el cambio climático y actuar con
criterio malthusiano para estimularlo.

    Hemos explotado la Tierra violentamente hasta el punto de que el 60 por ciento de los suelos
han sido erosionados, al igual que los bosques húmedos, y la justicia humana es incapaz de
castigar delitos de lesa naturaleza como el incendio del Amazonas.

    No es posible, ni justo, salir de esta pandemia para vivir bajo los mismos paradigmas que la
crearon y sin una conversión ecológica radical que establezca una relación amistosa entre el
hombre y la naturaleza. Es horrible, y muy peligroso, que después de la pandemia pervivan
políticos como Trump o criaturas tan perversas como Jair Bolsonaro, el Nerón del Amazonas.

    El reinicio de la producción y los servicios y la rehabilitación económica tras la crisis, no puede
ser a lo salvaje como en el antiguo oeste la conquista de territorios que es lo que buscan los
empresarios seguidores de Trump.

   las grandes corporaciones se articulan para recuperar el tiempo perdido y sobre todo las
ganancias, pero eso, a pesar de ser necesario para buscar salir de la crisis, crea el temor de que el
cielo vuelva a dejar de ser azul y se enloden de nuevo las aguas cristalinas, o se apague el trinar
de los pájaros, si el control de los tiempos se incumple.

   Lo peor que nos podría pasar sería, después de la pandemia, volver a lo de antes, y que el
poderoso, encaramado sobre los hombros del pobre, hinque de nuevo sus espuelas en el costillarde la madre Tierra hasta hacerla sangrar de nuevo, y reiniciar otro proceso más devastador que el SARS-CoV2.

lma