Por Manuel Robles Sosa
Corresponsal de Prensa Latina
Este
texto fue publicado en el libro «Testigos y protagonistas», que
recoge testimonios de corresponsales de la Agencia de Noticias Prensa Latina.
Llegué por primera vez a La Paz el 24 de noviembre de 1978, apenas
unas horas después del golpe que derrocó al general Juan Pereda Asbún, sucesor
de Hugo Bánzer. Había sido enviado de urgencia desde Lima, donde era redactor
de la corresponsalía, para cubrir el acontecimiento.
La cobertura de Prensa Latina
en Bolivia se había interrumpido unos meses antes, por el sentido deceso de
nuestro amigo y compañero Daniel Rodríguez, periodista boliviano que había
vuelto a La Paz después de un largo exilio provocado por el golpe de Bánzer en
1971.
Rodríguez tuvo que refugiarse en Lima,
y allí trabajó con nosotros como redactor de la agencia, hasta que el desgaste
de la dictadura hizo posible su regreso y el de otros expatriados.
Con Daniel Rodríguez, Prensa Latina
había vuelto a tener presencia en Bolivia, tras haber sido proscrita por
segunda vez con el golpe de Bánzer. La primera clausura había tenido lugar en
la década anterior, en el marco de la hostilidad de los Gobiernos conservadores
de la época hacia nuestra agencia y lo que representaba.
Me tocaba llegar a Bolivia en medio de
un clima político tumultuoso, marcado por la inestabilidad y las pugnas entre
las fuerzas democráticas y las conspiraciones golpistas.
Siete años después del golpe de 1971, el Gobierno de Bánzer, asediado por una
creciente resistencia popular, se había visto obligado a convocar elecciones.
Se trataba, en realidad, de una
fachada para perpetuarse en el poder con candidato propio -Juan Pereda-, quien,
como era previsible, ganó los comicios. Sin embargo, las autoridades
electorales denunciaron un fraude descomunal. Entonces Pereda, bajo el pretexto
insólito de su supuesto rechazo al fraude, derrocó a Bánzer y se hizo de la
presidencia.
Apenas tres meses después del
cuartelazo de Pereda, el comandante David Padilla daba un golpe y tomaba el
poder. Esa era la razón de mi presencia en tierras bolivianas. En el aeropuerto
de El Alto podía sentirse el clima de incertidumbre, el hermetismo de los
uniformados.
Ni bien me instalé en la ciudad, contacté
a colegas del histórico diario Presencia -de quienes tenía referencias por
Daniel Rodríguez- para pedir información básica y orientarme. Los colegas del
periódico, entre los que haría grandes amigos, me recibieron solidarios, pero
también se extrañaron por mi pronta llegada. Alguno bromeó sobre el supuesto de
que hubiera estado al tanto previamente del golpe. Era el preludio de una
curiosa leyenda.
Para aquella misión, un estudiante
universitario y activista de izquierda, que había recibido solidaria acogida en
Lima y era uno de mis contactos entre los bolivianos exiliados que todavía
permanecían en Perú, me había recomendado hablar con una fuente muy informada,
que estaría al tanto de mi llegada a La Paz. Solo me dio un nombre de pila y un
número telefónico.
El contacto me atendió con cordialidad
y me citó una noche en el parqueo de uno de los pocos rascacielos que entonces
había en La Paz, recomendándome la máxima discreción y sigilo. Allá fui, con
las precauciones del caso, y esperé a la hora indicada.
Apenas unos minutos después de mi llegada sentí pasos a mis espaldas, que el
eco del estacionamiento vacío hacía resonar.
Al voltear, vi a contraluz la silueta
de un hombre con gorra y abrigo militar inconfundibles. Eran días de pugna
entre militares partidarios de devolver el Gobierno a los civiles y aquellos
represivos banzeristas que conspiraban para mantener a la dictadura. Mi
sobresalto fue instantáneo.
El hombre me saludó efusivamente y mi
sorpresa fue mayúscula. Mi contacto, la fuente que me daría información precisa
y clave sobre la situación, era un alto oficial y al mismo tiempo militante
clandestino de un partido progresista proscrito por Bánzer.
Me dio detalles sobre los oficiales
jóvenes que habían empujado el golpe de Padilla, y los grupos civiles que
estaban involucrados; sobre las contradicciones entre ellos y los militares
duros y me aseguró que, “al menos por ahora”, estos no tenían opción y estaban
en repliegue, aunque manteniendo intacta su fuerza y sus posiciones importantes
en el Ejército.
Permanecí en La Paz un par de semanas.
Entre los colegas de los diarios y las agencias de noticias existía también la
percepción de que el golpe no resolvía las pugnas en los cuarteles, pues el
retorno de los civiles al Gobierno, resistido por una facción dictatorial, no
era un lecho de rosas. “Nos vemos en el próximo golpe”, me dijo uno de ellos
antes de mi partida.
Mi nuevo viaje sería al año siguiente,
para la cobertura de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos
(OEA), en octubre de 1979.
Bolivia tenía entonces un nuevo
Gobierno civil. A pesar de que solo había transcurrido un año desde mi anterior
visita, el curso de los acontecimientos había sido vertiginoso, lleno de
conflictos y enredos.
El general Padilla había
llamado a elecciones. Pero ningún aspirante pudo conseguir la mayoría absoluta
y, en el Congreso, el candidato conservador Víctor Paz Estenssoro se negó a
reconocer la muy ajustada mayoría obtenida por el centroizquierdista Hernán
Siles Zuazo.
Como salida al empantanamiento, el
Congreso alcanzó un débil consenso y designó presidente al titular del
Congreso, Wálter Guevara Arze, quien inauguró un Gobierno marcado por la
precariedad y las acechanzas de la regresión golpista.
Esas eran las circunstancias de mi
segunda presencia en La Paz. Una vez más, la coincidencia entre la altísima
tensión política y mi llegada era motivo de una broma recurrente que me iba
creando una leyenda. “Llegó el Manuel, llegó el golpe”, decía más de un periodista
amigo.
Los más entusiastas confiaban en que
los planes golpistas serían disuadidos por la unidad nacional alcanzada en
torno al proyecto de resolución que Bolivia se proponía hacer aprobar en la
reunión de la OEA, declarando de interés continental el derecho de Bolivia a
recuperar una salida soberana al mar, perdida por la conquista chilena de sus
costas en la Guerra del Pacífico, iniciada un siglo antes.
El pronunciamiento fue aprobado y la
asamblea terminó el 31 de octubre en un clima de algarabía nacional por el
triunfo diplomático obtenido. Yo hasta me ufanaba, pese a tener informes
confidenciales que indicaban que el golpe era aún un peligro. “¿Y? ¿Vieron que
conmigo no viene el golpe?”, decía a mis colegas, convencido, como todo el
mundo, de lo insensato que era un cuartelazo en esas circunstancias.
La cita de la OEA había terminado el
31 de octubre y mi regreso a Lima estaba programado para el día siguiente. Esa
noche, un grupo de colegas nos reunimos en el departamento de una reportera, en
una fiesta de despedida que a la vez era una celebración por los resultados de
la reunión.
Avanzada la madrugada, sonó el
teléfono. La dueña de casa respondió, escuchó y, tras un instante de
desconcierto, dio la mala nueva: Hay golpe, los tanques avanzan a la Plaza
Murillo (donde están el Palacio de Gobierno y el Parlamento). “¿Ves que tú
traes el golpe?”, me dirían, antes de que saliéramos todos a ejercer nuestro
oficio.
Obviamente cancelé mi viaje de retorno
-al igual que otros periodistas extranjeros- y allí comenzó otra historia, de
pólvora y muerte en las calles, en las que las balas silbaban cerca, disparadas
contra un pueblo valiente, que enfrentaba solo con los puños en alto y el
bronco grito pausado de ¡a-se-si-nos! a los tanques y al confuso cuartelazo que
lideraba el coronel Alberto Natusch Busch. La resistencia se hizo sentir en el
centro de la ciudad, en los barrios populares, armando barricadas y cavando
zanjas para cerrar el paso a los golpistas.
La respuesta fue brutal y los organismos
de derechos humanos contaron más de 200 muertos y desaparecidos, aunque el
régimen solo reconoció unos 80, como saldo de la masacre de Todos Santos,
llamada así por haber sido perpetrada el 1º de noviembre. La resistencia, que
incluyó la huelga general, no cesó ni un día, hasta que Natusch tuvo que
replegarse y devolver el Gobierno al Congreso, tras 15 días de su aventura
sangrienta.
Permanecí todo ese tiempo en La Paz, atrapado por la noticia y la historia.
La noche del 1º de noviembre
terminábamos de enviar nuestros despachos desde una especie de sala de la
prensa extranjera, donde, a un par de cuadras de la Plaza Murillo, estaba el
centro de comunicaciones internacionales y tenían sus oficinas varias agencias
informativas, cuando la radio dio la noticia: los golpistas habían decretado
toque de queda, sin dejarnos opción a regresar a nuestros alojamientos.
El corresponsal de Reuters, René
Villegas, tenía una amplia oficina en el último piso del edificio y, en un
gesto solidario, nos convocó a quienes estábamos en la planta baja, sin poder
salir, a refugiarnos y ponernos a cubierto en su oficina.
Por la radio, voceros del régimen de
Natusch denunciaban que habían detectado la presencia de una brigada de agentes
extremistas internacionales, embozados como periodistas y llegados para
realizar atentados. Era una mentira absoluta, por supuesto, usada para
amedrentar a la prensa extranjera, que informaba al mundo de la barbarie en las
calles.
Fue así como pasamos una noche de
sobresalto, temblando de frío, abrigados solo con diarios viejos -René
sacrificó su colección de periódicos ordenadamente archivados- y tratando de
dormir en el suelo, evitando encender las luces y sin ponernos de pie, pues
habíamos visto en los techos del Palacio Quemado a francotiradores del Ejército
apuntando en todas las direcciones, con perfecta visión sobre el lugar en el
que estábamos.
Ante la inviabilidad del
régimen, los militares entendieron que estaban derrotados y comenzaron a buscar
la mejor forma de replegarse. Sabíamos que tenían reuniones en las que
deliberaban sobre cómo hacerlo y recibíamos por diversas vías informes sobre
esas conversaciones.
Una mañana me encontré en la calle con
un pequeño grupo de periodistas bolivianos. Me preguntaron si me atrevería a ir
con ellos al cuartel general del Ejército, en el barrio de Miraflores, pues
habían conseguido quien les facilitara el acceso a la reunión decisiva para el
repliegue de los golpistas. Y allá fuimos.
Un oficial amigo de uno de los
reporteros nos introdujo con cierto sigilo al cuartel y nos ubicó en el fondo
de un auditorio donde militares y asesores civiles discutían, sin saber de
nuestra presencia. Así observamos cómo acordaron la manera de entregar el
Gobierno al Congreso, pero con la condición de que no recuperara el cargo
Guevara Arze. Y así fue.
Poco después, el Parlamento designó a
la presidenta de la Cámara de Diputados, Lidia Gueiler, quien sucedía a Guevara
en la jerarquía constitucional.
Con la juramentación de Lidia Gueiler -una veterana de la revolución
nacionalista de 1952- como presidenta de Bolivia, en un nuevo interinato
precario y con la misión de convocar elecciones, terminó mi misión y regresé a
Lima. Me fui con la convicción de que esa historia no había terminado.
Al año siguiente, volví a La Paz, esta
vez para cubrir las elecciones, y otra vez me llovieron las bromas: “Ya llegó
el Manuel (como en muchas partes de América Latina, en Bolivia se acostumbra
anteponer el artículo al nombre), ya viene el golpe”.
Y otra vez el golpe era una amenaza
inminente, pues el Gobierno de Gueiler sufría un proceso de desestabilización
con una oleada de atentados criminales, como el secuestro, la tortura y el
asesinato del sacerdote progresista español Luis Espinal; el atentado a la
avioneta en que viajaba Jaime Paz Zamora, candidato a la vicepresidencia en la
fórmula de Siles Zuazo y quien resultó gravemente herido -las quemaduras de su
rostro serían huella imborrable del hecho-, y otras provocaciones de indudable
sello militar.
Días antes de las elecciones, los
atentados continuaban, evidentemente con el fin de evitar una victoria
electoral del frente de centroizquierda encabezado por el candidato favorito,
Siles Zuazo, cuyos partidarios no perdían el entusiasmo y, en el cierre de su
campaña, el 28 de junio de 1980, hicieron una masiva marcha por El Prado, la
avenida más céntrica de la ciudad.
Cubrí la marcha integrado al primer
grupo de los manifestantes, cerca de la vanguardia, en la que iba el candidato
presidencial y, como la hora apretaba, me retiré para enviar mi despacho a la
agencia. Comenzaba a redactar la noticia, cuando por la radio escuché que manos
criminales habían lanzado, desde lo alto de un edificio, una granada de guerra
contra la marcha, evidentemente para acabar con la vida de Siles Zuazo.
El artefacto estalló en el primer
cuerpo de la marcha, donde yo había estado muy poco antes y mató a dos jóvenes,
y el ataque se complementó con disparos sobre la multitud. Hubo medio centenar
de heridos.
De todos modos, Siles Suazo ganó las
elecciones del 29 de junio, con cerca del 40 por ciento de los votos y casi el
doble de su principal oponente, el conservador Víctor Paz Estenssoro. Todo
parecía claro, pero los trascendidos y rumores sobre una posible intentona
golpista persistían.
En ese clima de tensión, un grupo de
periodistas nacionales y extranjeros, invitados a la embajada norteamericana,
recibieron seguridades del embajador estadounidense de entonces, de que no
había ninguna posibilidad de golpe. Conocedores de la influencia decisiva de
Washington en Bolivia y de su capacidad de espionaje, llegaron a la conclusión
de que no había posibilidad de una ruptura del orden democrático y así me lo
comentaron convencidos.
Yo les manifesté mis dudas, pues el
aparato de terror militar estaba intacto y sin dar señal alguna de resignarse a
la victoria de Siles Zuazo. Pero mi misión había terminado y partí de regreso a
Lima.
Menos de dos semanas más tarde, el 17
de julio de 1980, el general Luis García Meza derrocó a la presidenta Lidia
Gueiler y estableció un delincuencial régimen de terror que contó entre sus
primeros objetivos a periodistas independientes. Varios de los que le habían
creído al embajador norteamericano fueron detenidos y torturados y algunos
tuvieron que marchar al exilio.
Entre la resistencia interna y el
repudio internacional, el nuevo régimen duró un poco más de dos años, pues en
octubre de 1982, tras haber sido relevado García Mesa por el general Celso
Torrelio y este por el general Guido Vildoso, el Congreso finalmente confirmó a
Hernán Siles Zuazo como presidente.
Con la nueva apertura democrática, la
agencia designó corresponsal a un experimentado colega también nacido en Perú,
Jorge Luna, quien estableció una oficina permanente. Yo volví en 1984, para
cubrir durante un mes su ausencia por vacaciones. Cuando llegué a La Paz, los
colegas me recibieron con la misma broma: “¿Has venido porque hay golpe?”.
Ya no hubo otro cuartelazo, pero sí
asistí a un “golpe blanco”, consistente en el bloqueo del Gobierno de Siles
Zuazo por una mayoría parlamentaria opositora, lo que, sumado a una galopante
crisis económica, obligaría al Gobierno a iniciar un diálogo con la oposición
que más bien fue un cerco que terminó forzándolo a adelantar el cierre de su
mandato de cuatro años, con elecciones adelantadas, y entregar el poder al
ganador, Víctor Paz Estenssoro, quien gobernaría desde 1985 hasta 1989 en
alianza con Bánzer.
En 1985, me tocó relevar a Jorge Luna
en esa oficina, ubicada en pleno centro de La Paz, en el piso 9 de un edificio
de la calle Loayza, con una vista perfecta del nevado Illimani, y permanecer a
cargo, por diversas circunstancias, hasta 2007.
En todo ese tiempo no hubo golpes
militares, sino protagonismo creciente de los movimientos sociales. Pero esa ya
es otra historia, la que escribiría el pueblo boliviano y de la que tuve el
honor de ser también testigo.