LOS TENTÁCULOS DEL PENTÁGONO SE EXPANDEN EN AMÉRICA LATINA

Especial para Resumen Latinoamericano. (Parte I)

 21/02/2020cubaenresumen  0 comentariosAmérica Latinabases militaresColombiaEEUUEstados UnidosimperialismoinjerenciaPlan Colombia

Por José Luis Méndez Méndez/ Colaboración Especial para Resumen Latinoamericano

A partir de la aplicación de la antropología en los planes contrainsurgentes de Estados Unidos y de la presencia de científicos sociales como asesores en el terreno de las brigadas de combate de ese país en sus guerras neocoloniales, un número creciente de profesionales se han involucrados en estudiar la magnitud, las características y las consecuencias de este inmenso esfuerzo imperialista por mantener su hegemonía militar para salvaguarda de sus intereses económicos, corporativos y geoestratégicos en el mundo.

Otra dirección de la investigación ha sido evaluar el alcance de la presencia de más de mil bases militares estadounidenses en 150 países en todo el mundo, a las que se añaden las seis mil bases internas en el territorio nacional, que de manera oculta y en silencio se han ido perfeccionando, modernizando, que de hecho significa la ocupación militar del país.

El entramado diseñado por los militares estadounidenses concibe la creación por todo el planeta de los llamados “nenúfares”, y que consisten en “pequeñas instalaciones secretas e inaccesibles con una cantidad restringida de soldados, comodidades limitadas, y armamento y suministros previamente asegurados”. Semejantes bases “nenúfares” se han convertido en una parte sustancial de una estrategia militar de Washington en desarrollo, que apunta a mantener la dominación global de Estados Unidos.

Se conservan las históricas y clásicas bases militares estadounidenses dislocadas en países aliados como esas inmensas locaciones en Alemania y Japón, que semejan ciudades, pero junto a ellas, las inadvertidas “nenúfares”, son construidas con discreción, tratando de evitar la publicidad y la eventual oposición de la población local, se presentan como avanzadas para responder de inmediato a catástrofes naturales, pero en realidad son bases operativas pequeñas y flexibles, dislocadas cerca de zonas de potenciales conflicto diagnosticados en frecuentes estudios y actualizaciones del teatro de operaciones mundial. Tener la capacidad de la rápida respuesta, la contención con una flexibilidad casi ilimitada y la omnipresencia de los saldados estadounidenses en eventos en cualquier parte del mundo, y por lo tanto algo que se acerque a un control militar total del planeta.

Seguidores de estas instalaciones, sugieren, que esta enorme red de establecimientos militares en todos los continentes, constituye actualmente una nueva forma de imperio expandido con bases con su propia geografía. Todavía el alcance de este mundo anillado de bases en el ámbito planetario, es difícil de calibrar, pero es indudable que ha desbordado toda norma jurídica de la comunidad internacional, es un intervencionismo, sin límites, que incluso lesiona el espíritu constitucional de los Estados Unidos. Es posible que el sentimiento mesiánico secular de dominación de ese país esté en pleno desarrollo y que la gobernanza global sea ya una realidad, que nos envuelve de manera silenciosa, como una forma de recolonización universal.

Diversas fuentes apuntan que más de medio millón de soldados, espías, técnicos y contratistas civiles utiliza Estados Unidos, en otras naciones, y que esas instalaciones secretas, además de monitorear lo que la gente en el mundo, incluyendo a los propios ciudadanos estadounidenses, están hablando, o enterándose del contenido de los correos y comunicaciones que a través de distintos dispositivos se están enviando, benefician a las industrias que diseñan y proveen de armas a sus ejércitos. Invaden la privacidad individual, con pretextos cada día más  insólitos y volubles, para husmear acorde con sus intereses y apoyados en las amplias espaldas del pueblo estadounidense, que ve enajenados sus impuestos dirigidos a tributar a su propio control.

Es una industria boyante, que salpica a muchas empresas con millonarios contratos financiados con los fondos de los contribuyentes estadounidenses, para mantener a esos mimados contratistas bien uniformados, alojados en confortables habitaciones, donde nada falta. Sectores diversos de la economía se disputan las licitaciones para proveer y satisfacer hasta los gustos más exigentes. Es conocido que dentro de los requerimientos de vituallas relacionadas con la parte militar, se añaden pedidos diversos.

Durante las guerras de rapiña y operaciones contrainsurgentes la demanda logística aumenta, pero no es rareza que en los largos listados de provisiones aparezcan, además, de cohetes, fusiles, municiones, minas, también frascos de bloqueador solar, cremas humectantes y otros cosméticos.

Un análisis traído a América Latina de esta realidad explicada, permite ver un mapa cada vez más denso de bases militares, que lejos de disminuir, aumenta de manera exponencial junto a los cambios neoliberales que en el último lustro han florecido en la región.

Después de la “expulsión” de los militares de Panamá en 1999 y de Ecuador en 2009, el Pentágono consideró que en esa década sus posiciones de avanzada en América Latina, habían sido amenazadas y se lanzó a la reconquista y expansión de nuevas bases. Para lograr ese objetivo era necesario realizar cambios en algunos países latinoamericanos, cuyos gobiernos habían concertado una corriente nacionalista, en defensa de las conquistas sociales en franca oposición a Estados Unidos. La Cumbre de Mar del Plata en Argentina en el 2005, fue un aviso de los peligros que la hegemonía estadounidense podía enfrentar.

A partir del “Plan Colombia” (1999), la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN, 2005) y la “Iniciativa Mérida” (2008), entre otros de los acuerdos en materia de seguridad, México y Colombia, en particular, pasan a formar parte, en condición subalterna, de las estrategias militares, policiales y de inteligencia de Estados Unidos. Un método contrainsurgente es la criminalización de los movimientos sociales.  

El carácter de esta guerra cubre un amplio espectro de objetivos que entran dentro de la contrainsurgencia y la guerra social, convirtiendo a los ejércitos nacionales en fuerzas internas de ocupación de sus propios pueblos, a partir de la idea de que Estados Unidos tiene el derecho de inmiscuirse en cualquier parte del mundo a través de intervenciones directas o indirectas, abiertas o encubiertas, y con base en el concepto de los estrategas estadounidenses en torno a “conflictos internos” en los que Washington proporciona armas, entrenamiento y ayuda militar, mientras las “naciones huéspedes” pagan el precio en muertos y daños colaterales; contando con la cobertura mediática de “lucha contra el narcotráfico”, el “terrorismo “y la derivación de ambos, el “narco-terrorismo”. Sin descartar una intervención militar directa con tropas estadounidenses, como sucedió en el 2019, cuando se amenazó con recurrir al empleo de la fuerza contra Venezuela y se intimidó a Nicaragua y a Cuba, con arreciar las medidas de presión y bloqueo incrementado en el caso de Cuba, con la aprobación de los Títulos III y IV de la ilegal y extraterritorial Ley Helms-Burton, dirigida a someter por hambre a millones de cubanos, tal y como lo ensayó el general español Valeriano Weyler en el siglo XIX.

En Bolivia un golpe castrense, usurpó el poder e instaló a una gavilla de autoproclamados, que intentan legitimarse en las elecciones de mayo del 2020.

Diversos estudios sobre el uso contrainsurgente del narcotráfico coinciden en afirmar que ese flagelo constituye un arma del imperio, que le da distintos usos para intervenir, dominar, presionar y someter a países.

El aparente combate al negocio de las drogas ilícitas tiene como objetivo real permitir a Estados Unidos intervenir donde lo desee, tenga intereses o no, a los que tiene se vean afectados. Terminar con el consumo está absolutamente fuera de sus propósitos, además de ser el primer país consumidor del mundo, mercado que estimula la producción con una demanda en constante crecimiento y diversificación.

Donde hay recursos que necesita explotar -petróleo, gas, minerales estratégicos, agua dulce, etc. y/o focos de resistencia popular, ahí aparece, se “descubre” o se “instala” el “demonio” del narcotráfico como vía de acceso para penetrar. Ello es una política consustancial a sus planes de control global. Gracias a ella, el gobierno de Estados Unidos cuenta con un arma de dominación político-militar, a la cual apela, según su conveniencia.

En realidad, el supuesto combate al narcotráfico es un combate contrainsurgente frontal contra el movimiento popular organizado. Durante años en Colombia y ahora con profusión en México, las oligarquías y sus gobiernos, se han supeditado dócilmente a las estrategias de Estados Unidos.

América Latina es una de las regiones con mayor diversidad de luchas anticapitalistas y resistencias contrahegemónicas: desde los procesos autonómicos de los pueblos indígenas, hasta los esfuerzos—no exentos de contradicciones— por construir poder popular y garantizar la participación plena de todos y todas en los gobiernos surgidos desde abajo, tratando de vencer fatalidades y determinismos, como los que encierra la frase atribuida al dictador Porfirio Díaz: “Tan lejos de Dios, tan cerca de Estados Unidos».

Desde antes del 2015, sucesivos gobiernos en Colombia, con su sospechosa política de “exportar seguridad”, han entrenado a cientos de soldados paraguayos en la lucha contrainsurgente, pese a las mencionadas dudas sobre el rol de Colombia como exportador de políticas de seguridad en la región. Lo cierto es que cada día el gobierno de ese país está afín con los intereses de Estados Unidos en la región, emerge como un gendarme local.

Desde 2008 ya se realizaban programas de entrenamiento bilaterales, esta práctica adquirió mayor relevancia en Paraguay desde el 2013, cuando el presidente Horacio Cartes expidió una ley que permite el despliegue de fuerzas militares en el interior del país, lo cual fue una exigencia estadounidense. Se pretextó para ello las supuestas acciones de un “ejército guerrillero”, al estilo de la década de los años sesenta del pasado siglo.

Más de cincuenta años de conflicto interno le han brindado a las fuerzas de seguridad colombianas una formidable reputación, razón por la cual este país busca convertirse en “exportador de seguridad” para Latinoamérica, en palabras del ex ministro de defensa Jorge Bedoya. Pero hay razones para dudar de que la experticia colombiana sea capaz de resolver los problemas de seguridad de otros países.

Las fuerzas armadas colombianas han cometido numerosas violaciones a los derechos humanos, incluyendo los más de 3.700 casos de presuntos “falsos positivos”—una práctica que consiste en reportar como bajas a civiles haciéndolos pasar como combatientes enemigos—. Hasta el 2014 se reportaron nuevos casos de falsos positivos.

Adicionalmente, una gran parte de los éxitos militares de las fuerzas armadas colombianas, durante la última década, fueron posibles gracias a los cerca de US$10 mil millones provistos por Estados Unidos a través del Plan Colombia. De alguna manera, como Estados Unidos ha reducido su ayuda financiera para programas de entrenamiento de las fuerzas de seguridad en Latinoamérica, Colombia ha emergido como un reemplazo más asequible para realizar este tipo de entrenamientos.

Sin embargo, la falta de un control adecuado significa que se está gastando una gran cantidad de dinero y esfuerzo, sin saber si la experticia militar colombiana está realmente haciendo más efectivas las fuerzas de seguridad en otros países o si es un servicio al Imperio, como en realidad acontece. La intervención en los asuntos internos de Venezuela, no solo en política, sino en acciones paramilitares dirigidas a intentar derrocar a la Revolución bolivariana.

Es una historia real, que continúa…