Por Enrique Ubieta Gómez (ensayista y periodista cubano, actual director del mensuario cultural «La Calle del Medio»)
Hace veinte años nos reunimos en Casa de las Américas algunos intelectuales latinoamericanos, para conmemorar y homenajear las cuatro décadas del triunfo de la Revolución Cubana. Yo acababa de leer “El cuento de la isla desconocida” de José Saramago, en una edición especial de Alfaguara cuya recaudación estaría destinada a los damnificados por el huracán Mitch en Centroamérica —a donde también irían las brigadas médicas cubanas, para revitalizar el internacionalismo que el derrumbe del llamado socialismo en Europa del Este había descartado— y escribí una parábola del cuento. La imagen de una isla convertida en barco que navega por mares procelosos en busca de una isla, me hacía pensar en Cuba. Una isla buscada y otra que buscaba, que eran de repente una sola: el ideal, la utopía, que se hallaba y se construía a sí misma.
El cuento ofrecía todas las metáforas necesarias para la recreación: el destino buscado, el movimiento perenne, la vida de a bordo siempre azarosa, con espléndidos amaneceres y días de tormenta, con escasas provisiones y la vista puesta en el horizonte. Tuve el privilegio de leer mis palabras ante Fidel y ante el propio Saramago.
Veinte años después de aquel encuentro, todavía a bordo, volvemos a festejar, en ocasión de su 60 aniversario; esta vez sin la presencia física de su líder histórico, pero con similar ímpetu navegador. Basta con decir que tengo la edad de la Revolución, a la que solo me adelanto cuatro meses, que mi vida, la de la mayor parte del pueblo cubano, ha transcurrido a bordo de esta nave de esperanza, de fe, de constancia, y también de hallazgos y realizaciones. Para impedir que la Isla siga buscando nuevas islas, algunos han intentado retirar del puente de mando los mapas y las fotos que nos orientan. Mapas y fotos de expediciones previas, y de corrientes de pensamiento que trazan la línea imaginaria de las constelaciones que nos guían, un entramado que conforma la ideología de la Revolución.
Me referiré pues al contenido de esa palabra que nos ha acompañado por décadas, y que constituye la brújula del barco. Palabra estigmatizada en el discurso restaurador de la inmovilidad, aquel que nos vende el regreso a la “tranquilidad” del puerto, a “la normalidad” sibilina y glamorosa de las injusticas. Lo ideológico (de izquierda, naturalmente) es presentado hoy como la rémora, el dogma, el obstáculo que impide el regreso a tierra, la convivencia pacífica y “alegre” de explotados y explotadores. Pero lo ideológico jamás desaparece, es sustituido, no admite vacío alguno. “Hay ideología allí donde se ponen en juego los ideales sociales, donde se producen, circulan y se consumen ideales sociales”.
El grito de guerra de Jair Bolsonaro en Brasil, por ejemplo, es la desideologización de la política, su tecnificación —la peor versión de la burocracia es la tecnocracia, la que no percibe que su relación es con seres humanos, no con números–, pero ello en realidad significa su reideologización vergonzante, su puesta al servicio del Capital.
Hagamos un poco de historia. No hubo un solo camino de llegada a la Revolución; cada uno representaba una tradición diferente, potencialmente revolucionaria (martiana, marxista, nacionalista, cristiana, para solo citar las más visibles, aunque pudiera igualmente aludirse a la ética de las religiones afrocubanas), pero un único y fuerte hilo las enhebraba: la indignación ante la injerencia del imperialismo, es decir, ante la no consumación de la independencia nacional y ante la injusticia social, que se asociaba a la corrupción, aunque estas compartían las mismas raíces. Fue precisamente Fulgencio Batista quien cerró toda posibilidad de lucha electoral en 1952, con su golpe de Estado. Los “indignados” de entonces acudieron a las armas.
Pero la nuestra no fue una explosión anárquica, sin liderazgo ni objetivos. El discurso de autodefensa de Fidel Castro en el juicio del Moncada sirvió de documento programático para una Generación que se proponía rescatar a José Martí, uno de los más profundos y radicales pensadores anticolonialistas de Nuestra América, en el centenario de su natalicio. El vínculo histórico era (es) de tal magnitud, que al triunfar la Revolución un gran poeta resumió en una frase el sentir popular: “Te lo prometió Martí, y Fidel te lo cumplió”.
Cabe, sin embargo, insistir en una obviedad: la unidad primaria de una Revolución (de cualquier movimiento revolucionario) no es política, sino ética. La moral, por cierto, también porta una orientación ideológica. El primer impulso que mueve a un revolucionario no proviene de sus lecturas, sino de sus vivencias, de su vocación de justicia. El pedagogo y filósofo cubano José de las Luz y Caballero (1800 — 1862), lo sentenció así: “el sentimiento de justicia” [es el] “sol del mundo moral”. Ernesto Che Guevara insistiría en aclarar este proceso:
En toda revolución se incorporan siempre elementos de muy distintas tendencias que, no obstante, coinciden en la acción y en los objetivos más inmediatos de ésta (…) /pero/ los hombres que llegan a La Habana después de dos años de ardorosa lucha en las sierras y los llanos de Oriente, en los llanos de Camagüey y en las montañas, los llanos y ciudades de Las Villas, no son, ideológicamente, los mismos que llegaron a las playas de Las Coloradas, o que se incorporaron en el primer momento de la lucha.
El cumplimiento de aquellos objetivos desató la ira imperialista, y propició el rápido aprendizaje ideológico de los revolucionarios cubanos. No hubiese sido posible enfrentar la escalada agresiva del imperialismo si el pueblo no hubiese estado dispuesto a avanzar hasta el final y asumir la consigna de Patria o Muerte. El 16 de abril de 1961, en el entierro de las víctimas del ataque aéreo al aeropuerto de San Antonio de los Baños y a pocas horas de la invasión mercenaria por Playa Girón, Fidel declaraba el carácter socialista de la Revolución. “La Revolución no se hizo socialista ese día (…) —diría unos meses después—. El germen socialista de la Revolución se encontraba ya en el Movimiento del Moncada, cuyos propósitos, claramente expresados, inspiraron todas las primeras leyes de la Revolución (…)” Y añadía: “Dentro de un régimen social semicolonial y capitalista como aquel, no podía haber otro cambio revolucionario que el socialismo, una vez que se cumpliera la etapa de liberación nacional”. La conexión que une a Martí con Marx habrá que buscarla en la historia: si se atenta contra el colonialismo y el neocolonialismo, se atenta contra el orden internacional capitalista e imperialista. Julio Antonio Mella, el fundador en 1925 del primer partido comunista cubano, sería también el primero en reclamar el estudio del llamado Apóstol de nuestra independencia.
El proceso de consolidación de la unidad ideológica revolucionaria abarcaría un período relativamente prolongado: de 1959 a 1965. En esos años, los miembros del Directorio Revolucionario, del Partido Socialista Popular (Comunista) y del Movimiento 26 de julio, las tres fuerzas principales que habían contribuido a la Revolución, se unificarían en una organización política, cuyo nombre definitivo fue (es) Partido Comunista de Cuba. La unidad no fue nunca la suma de ideologías, no surgió de pactos, ni de alianzas, como aquellas que se construyen para ir a las urnas allí donde no existe una Revolución. Se construyó en permanente lucha contra otras ideologías que se revelaban como insuficientes o francamente contrarrevolucionarias, sobre la base de la honestidad de sus miembros, y sobre el consenso que la propia confrontación ideológica propiciaba: patriotas tan diversos como Blas Roca, Raúl Roa y Armando Hart, para solo citar tres ejemplos, abrazarían una misma ideología revolucionaria, la del Partido que nacía con el estandarte comunista y el liderazgo de Fidel.
La unidad ideológica alcanza su plenitud después del triunfo revolucionario, y permite que la ética sobre la que se sustenta pueda avanzar hacia la consecución de sus fines. Desde luego, unidad, aunque no siempre lo hayamos entendido así, no significa unanimidad: existen, y es saludable que existan, divergencias, criterios encontrados, en un propósito ideológico común. La palabra consenso apunta al hecho de que la unidad emerge, como acto consciente, de la diversidad.
Ninguna de las líneas ideológicas primigenias dejó de marcar su huella; ni la idea de un Dios que encarna en los seres humanos concretos, y apuesta por la justicia terrenal (ni siquiera en los años en que diferentes iglesias cristianas, en especial la católica, conspiraban contra la Revolución y esta abrazaba un ateísmo doctrinal, piénsese sino en el libro germinal de Cintio Vitier que retomaba la frase de Luz, Ese sol del mundo moral (1975)); ni el patriotismo, cada vez más radical, que va de “No hay Patria sin virtud” del Padre Félix Varela (1788 – 1853), hasta “Patria es Humanidad” de José Martí; ni el martianismo de alas de cóndor, cumbre de ese pensamiento, que salta sobre el abismo de la seudociencia que insectéa en lo concreto y vence falsos imposibles, para el cual el amor a la patria “no es el amor ridículo a la tierra, /ni a la yerba que pisan nuestras plantas”, sino un proyecto colectivo de justicia y dignidad humana, ese que se define “con los pobres de la Tierra” y trabaja arduamente y en silencio “para impedir que los Estados Unidos caigan con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América” (porque en Martí se junta aquel cristianismo —que para él significaba “ser como Cristo”—, y este patriotismo); ni el marxismo en sus diferentes vertientes, con todo su legado emancipador y su rigor científico, dentro del cual destaca el leninismo, que aporta la experiencia revolucionaria. Pero ninguna de esas líneas puede, sin traicionarse, deshacer hoy su vínculo esencial con las restantes, esa cualidad nueva que adquirió con la Revolución, y el aporte de Fidel. He hablado de su sentido anticapitalista y antiimperialista, solidario e internacionalista, de su vocación de justicia y de su ética revolucionaria, pero no pretendo establecer decálogo ideológico alguno, apunto solo sus fuentes y la necesaria imbricación entre ellas. Si de principios rectores se trata, acudamos a la definición del concepto de Revolución propuesta por Fidel, sin divorciar sus palabras del contexto de su propia vida y obra.
El discurso contrarrevolucionario pretende hoy desarticular esa unidad ideológica. En vida de Fidel ignoraba la existencia del país que laboriosamente se construía, y reducía el alcance de la Revolución a su figura. Se proclamaba anticastrista y cifraba todas sus esperanzas en la desaparición física del líder. Hoy adopta nuevas formas. Necesita extirpar la ideología de la Revolución, vaciar el concepto de socialismo de su sentido revolucionario, deshuesar al Partido; oponer o distanciar sus fuentes: a Marx de Lenin, a Martí de Fidel, y a los dos primeros de los segundos. Quiere restaurar las diferencias originarias de los combatientes, para enarbolar el pluralismo ideológico que la Revolución pudo superar en sus inicios, porque era condición de vida. La nueva contrarrevolución emplea el lenguaje de la izquierda, que es el que el pueblo identifica como suyo. Critica a la Revolución por supuestamente apartarse de la Revolución y a la vez, la empuja a que se aparte. Pero la democracia revolucionaria trasciende las formas y la falsa libertad del derecho burgués; en Cuba la carta náutica se discute y se rehace en la calle, las políticas se encauzan con el consenso del pueblo. Sin la unidad ideológica interna, no hubiera sido y no será posible el desarrollo de una política exterior de principios que sea a la vez flexible, capaz de pactar la convivencia con actores y gobiernos de signo contrario.
Los consensos ideológicos ni se mueven ni se construyen solos; cuando los revolucionarios, en lugar de construir los suyos, se dedican a administrar los que “espontáneamente” surgen, pierden la Revolución: no existen consensos espontáneos, estos no solo son el resultado de realidades nuevas o no superadas, en su reconstrucción trabajan a toda hora las trasnacionales de la (des)información y los medios reproductores del imaginario capitalista. Para vencer es imprescindible que la realidad revolucionaria, no los elementos contrarrevolucionarios que subsisten o resurgen en esa misma contradictoria realidad, muevan la ideología a su ritmo. Cuando se reclama el abandono de ciertos postulados ideológicos a nombre de la Realidad, ya que esta nunca es estática, hay que discernir si se trata de la realidad que avanza o de la que retrocede.
Gracias a la sensibilidad y a la consecuencia de la Revolución, a la genialidad de Fidel, cada una de las seis décadas revolucionarias ha tenido características propias. La isla se ha movido, ha construido y descubierto nuevas islas, a pesar del bloqueo económico, comercial y financiero y de los errores y desvíos propios, señalados valientemente por Fidel y por Raúl en cada momento, y discutidos con el pueblo: alfabetizó a todos, elevó el nivel escolar promedio hasta el grado onceno y propició que el 22, 2% de sus trabajadores sean graduados universitarios (y que el 66% de ese total sean mujeres). Masificó la práctica deportiva, como un derecho del pueblo, y generó un movimiento deportivo ajeno y superior al que se supedita al mercado.
Masificó la enseñanza artística y creó verdaderas escuelas de danza, de cine, de música, de artes plásticas, de sueños. Masificó la enseñanza científica y consolidó polos de producción e investigación. De 6 000 en 1959 (de ellos, 3 000 abandonaron el país, para conservar sus privilegios de clase), Cuba pasó a tener 85 000 médicos y el mejor indicador del mundo en el per cápita de estos profesionales: 7,7 por cada mil habitantes, o lo que es lo mismo, un médico por cada 130 personas. Como resultado, en 2017 y 2018 la tasa de mortalidad infantil alcanzó cifras difíciles de superar: 4,0 por cada mil nacidos vivos. Cultivó la solidaridad hasta convertirla en convicción íntima para millones de hombres y mujeres. Transformó a las masas en colectividades de individuos, protagonistas de sus vidas y de su época. En Cuba no ha desaparecido ni la prostitución, ni la corrupción, ni el burocratismo, es cierto, pero los cubanos sabemos que si el capitalismo neocolonial regresa (no puede existir otro en América Latina), esos flagelos se harían crónicos.
Los Impostores de la Nueva Fe —la del capitalismo, tenga el apellido que tenga— pretenden hoy desorientar al lector u oyente acusando a los revolucionarios de Protectores de la Fe. Cuando escuchan la palabra ideología desenfundan el revólver, quieren que identifiquemos su significado con el dogmatismo. No somos revolucionarios porque adoptemos una ideología revolucionaria, sino porque estamos dispuestos a entregar la vida en defensa del pueblo, de la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes. El socialismo no es una fe; es también el lugar y el camino hacia un lugar más justo, es el barco que busca, a medio construir, y también lo que el barco busca. Las herramientas de navegación son todo lo científicas que la época permite, y la fe que necesitamos es de otro tipo: “Tengo fe en el mejoramiento humano —le decía José Martí a su hijo, acaso también a la nueva generación— en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti”. Existe, sí, una ideología de la Revolución que se renueva, sin renunciar a la justicia social y a la independencia que la hacen posible, es decir, a su sentido anticapitalista y antiimperialista.